Ir al contenido principal

Diamelas a Clementina Médici de Marosa di Giorgio o del duelo con la palabra

Autora: Kildina Veljacic




Los papeles salvajes es la gran obra de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio. Los catorce libros allí reunidos, escritos y publicados a lo largo de cincuenta años, sorprenden por su unidad. Es la construcción de un universo poético, sostenido en el tiempo, que retorna al espacio de las quintas para desde allí recrearse una y otra vez. Los objetos y los seres, presentes y ausentes, migran desde la dimensión de lo biográfico para ocupar lugares, identidades y roles insólitos en un mundo autoficcional.
Esta obra se presenta como una autobiografía lírica, de carácter mítico, en donde un número limitado pero proliferante de elementos se transfiguran en el interior de cuentos, micro relatos o escenas fragmentarias, poemas y prosas poéticas. Pero también encontraremos la elaboración de problemáticas que ponen en crisis dicha construcción; por ejemplo, la muerte de los seres amados parece tener un impacto enorme en este universo ficcional, amenazándolo y modificando su sentido.  Particularmente la muerte de Clementina Médici, madre de Marosa di Giorgio, sume a la poeta en un duelo que irá elaborando en la escritura. En este proceso se producirá una poética elegíaca que introduce transformaciones significativas en el vínculo entre los personajes de la madre y de la hija.
El libro Diamelas a Clementina Médici (2000) inicia la última etapa de Los papeles salvajes que culmina con  Pasaje de un memorial al abuelo toscano Eugenio Médici (2004) . Consta de 153 composiciones sin título ni número que las identifiquen, que se inscriben en una estructura espiralada cuya temática única es el vínculo con su madre a partir de su muerte. Se trata de una extensa obra elegíaca y de una poética de duelo en tanto espacio poético que permite transitar este proceso psíquico a través de la escritura.
El título simbólico Diamelas a Clementina Médici abre el libro como una ofrenda ritual de flores para su madre difunta. Al igual que en Una rosa para Emily, de W. Faulkner, aquí se ofrecen diamelas. Marosa di Giorgio elige estas flores que se revelaban sagradas en La Falena (1987):
Me dicen que mamá me dio a luz debajo de un diamelo, que tenía abiertas
sus rositas de marfil, (en mi comarca este arbusto es sagrado, y todas las que
nacíamos allí, en secreto éramos también diamelas), y esto me marcó para
siempre. (539)
El nombre propio es portador de una historia cargada de sentidos. La connotación aristocrática y real del nombre Clementina, en tanto nombre de princesa, se suma la distinción del apellido de los Médicis florentinos. “Mi mamá era una princesa”, dice Marosa en una entrevista de Osvaldo Aguirre (659), definiendo el lugar simbólico que ocupaba en el imaginario familiar.
En cuanto a la ofrenda de flores para Clementina Médici en el título, conviene detenernos en el significado de esta práctica que es parte de la cultura funeraria cristiana. El llevar flores al cementerio busca embellecer la tumba, volver ese espacio siniestro en familiar a la vez que comunica socialmente que el fallecido es recordado, cuidado y querido por los deudos. Las flores simbolizan la fragilidad de la vida, la belleza y el amor con los que el deudo enfrenta a la muerte y al olvido de un ser querido.
En este título, las diamelas se transforman metáfora de los poemas presentados como ofrenda. Estas composiciones de prosas poéticas pequeñas, exóticas, dolientes, sagradas, proliferantes, son las diamelas ofrendadas a Clementina Médici. Ellas expresan la vida oponiéndose a la muerte, el dolor por la pérdida, las armas que con las que se enfrenta el duelo contra la muerte,  la nada y el olvido. Se trata de un acto poético vital de resistencia de la memoria acongojada contra la desaparición del ser amado.
Las diamelas- poesías ofrendadas a Clementina Médici en el título tienen el valor de un gesto dramático y elíptico que afirma la vida, el amor, la belleza materna, a la vez que omite y niega la muerte en su afirmación. Funcionan como apertura y como despedida, es el producto del trabajo de duelo, no solamente íntimo sino social, para sí, pero también para el otro ausente frente a los lectores. Representan a la escritura elegíaca como parte de un rito social fúnebre.
Freud señalaba que el duelo era un proceso, un trabajo, lento y doloroso,sobre cada uno de los recuerdos que ligaban al deudo con el objeto perdido (Freud, 1992:242). En este libro veremos este trabajo de tejido de la palabra sobre esta ausencia. La palabra permite el encuentro y la separación, construye presencia entre la ilusión y la desilusión del símbolo verbal.
Pero, en este proceso, también entrará en crisis la palabra, encrucijada que llevará a un replanteamiento del sentido de toda la poética anterior. Se percibe entonces un cambio en el estatuto ficcional que desplaza al yo lírico del eje, como parte de lo perdido, de lo sacrificado y coloca en el centro al personaje de la madre. De la autoficción al memorial lírico.
Como peculiaridad formal se presentan el apóstrofe elegíaco y la prosopopeya. El apóstrofe: “Figura retórica que consiste en dirigir la palabra con emoción o vehemencia, a una persona o a una cosa, o a seres abstractos personificados” (Estébanez,2015 :33). El apóstrofe elegíaco inaugura un diálogo entre el yo lírico y el tú ausente al que se convoca una y otra vez a través de la palabra. El duelo se realiza en la repetición de la apelación a la segunda persona, que tiene la función de convocar la presencia de la madre ausente permitiendo su invocación permanente contra la muerte y el olvido.
También es el apóstrofe el que, en la repetición, habilita el pequeño sacrificio del duelo. Su convocatoria y apelación insistente revela tanto lo perdido, como la transferencia realizada por el yo lírico al tú para darle vida. El trabajo del duelo se realiza allí en el apóstrofe elegíaco con el que se invoca a madre en un doble plano: por un lado lo elidido, su muerte, negada por el llamado; por otro lado su presencia, convocada por el decir, cuyo sentido y tragedia se revelan sobre el segundo plano de su negación. En este pliegue se produce el efecto patético propio de lo elegíaco.
Entonces el apóstrofe elegíaco tiene como peculiaridad el doble plano o pliegue en el que se revela su sentido, en el que se realiza la decodificación y que le confiere su singularidad. La repetición del apóstrofe elegíaco es la afirmación del amor escrito sobre la muerte, no tiene otro referente más que su proliferación, es un “performativo”, como señalaba Roland Barthes a propósito del “te amo” (1982:235). La función de Eros es la de conservar, la de ligar, la de unir sobre un fondo de Tánatos. Porque en esta diferencia, elidida pero presente en la repetición, es en donde la presencia del ausente se realiza y desrealiza a la vez. La palabra presenta, revive, realiza un homenaje, actúa y despide.
Se trata de una poética y de una erótica del duelo que se presenta como una lucha, agón o duelo contra la muerte realizada por un yo elegíaco, doliente a través de la palabra. Esta poética del duelo no es equiparable con la elegía en tanto género, aunque sea esta una de sus formas singulares. Paul de Man consideraba a la prosopopeya el tropo principal de la autobiografía. La retórica clásica  entendía a la prosopopeya como el recurso literario que consistía en “atribuir la palabra a personajes ausentes, a los que se evoca en el acto de comunicar sus ideas y sentimientos”. (Estébanez, 2015: 487) Algo de esta idea queda en nuestra prosopopeya que atribuye “cualidades o actividades humanas a seres inanimados” (2015: 487)
La poética del duelo aquí investigada, en tanto escritura del yo, comparte la misma figura retórica. La prosopopeya permite darle vida y palabra a la madre muerta abriendo un espacio de reparación del yo en crisis a través de complejas operaciones psíquicas y literarias. La segunda persona, la palabra “mamá” y su nombre Clementina, funcionan como palabras-máscara, convocan una presencia que aparece y desaparece, permiten el advenimiento imaginario del ser evocado en el lugar de su falta. Se trata de palabras que se repiten, realizando un acto, entre lo dramático y lo ritual, de acercamiento ficcional a la madre, que compensa el vínculo cercenado por la muerte en la dimensión de lo real.
Derrida hablará de la prosopopeya como un tropo alucinatorio que se oculta tras la “la ficción de la voz de ultratumba” en el yo del discurso autobiográfico (Paul de Man en Derrida, 1986:38). Me interesa señalar aquí la presencia de este tropo en la segunda persona, en Clementina Médici presente- ausente.
Observaremos entonces un pliegue en la trama de Diamelas a Clementina Médici que esconde- revelando el trasfondo de la muerte en esta poética del duelo. Sin este doblez o pliegue que aporta volumen elegíaco, no se entiende el gesto del duelo, la condición de postergación de la separación, de demora en esta poética que permite procesos de reparación, simbolización, así como los gestos sacrificiales necesarios tanto para la subjetivación de la pérdida (Allouch, 2006) como para la asimilación de la propia condición mortal.
Sobre el telón de fondo de la ausencia de la madre fallecida se levanta una escena que se desarrolla en dos dimensiones simultáneas: una cotidiana, en donde se sostiene la conversación que se desarrolla “Mientras hablas”, y otra en la vida que se desarrolla en el bulbo removido, del que sale un tronco, hojas y “una flor de nieve que es al tiempo mismo de color de rosa, y como siempre lleva tu marca: Clementina. Médici”. (585) La marca, la firma que identifica el origen de esta flor devenida objeto de arte, es el nombre de la madre biográfica que se proyecta en la ficción: “Clementina. Médici”.
La segunda parte se abre con exclamaciones a través de las cuales el yo lírico se dirige a la madre para expresarle el asombro por su poder creador:“Porque la hiciste tú, tú la hiciste! ¡Eres tú quien hace las flores!”. El quiasmo y la repetición del tú en el centro de esta figura resaltan la identidad así como el poder creador de la madre. La enumeración y descripción de las herramientas, de los instrumentos arquetípicos: “el cuchillo de cocina, plateado y fino. Tu tijera negra”, están al servicio de la creatividad, al servicio de la vida: “Laboras en lo hondo de la tierra. Y en la luz haces aparecer los lirios”.
Dos dimensiones antitéticas que se tornan símbolos: lo hondo y oscuro, el útero, la tierra, en donde se entierran los bulbos y los muertos; y lo que nace de ese fondo a la luz: el lirio, flor que es un símbolo de la espiritualidad y la resurrección, de la sublimación.
En la composición 24 aparecen nuevamente estos atributos pero rescatados desde “lo hondo de los años”: “Unas plantas dan rosas, otras lises, y hay otras de nuevo estilo y sólo dan a luz alondras. Tu jardín todo bordado a mano. ¡Y aquel tulipán color naranja! ¡Nunca vi nada igual! ¿Cómo lo hiciste?” (592). Las flores son evocadas como creaciones de la madre, algunas son fantásticas, “de nuevo estilo”, que asombran al yo lírico por su poder metamórfico: “solo dan a luz alondras”. El verbo “bordar” asocia la jardinería a las tareas manuales, femeninas y maternales en tanto “dan a luz”. Surge la imagen de la madre:
Te veo en el atardecer. Entre tus dedos, tu puñal es una hoguera; las cejas,
cuidadas, negras, una un poco rebelde, pero no se notaba, ama jardinista. (592)
       El naranja del tulipán y del atardecer recordado se desplaza y condensa en la metáfora “el puñal es una hoguera”. Entre los dedos de la madre es una imagen visual surrealista e hiperbólica del poder creativo materno. Al lado de este foco ígneo de la imagen, aparece la grafopeya de las cejas que refleja la coquetería femenina de este personaje junto al detalle íntimo de una ceja rebelde. Este último recuerdo tiene el color del sol del atardecer, de otro “sol que cae”, esta vez sobre la ausencia definitiva. El yo lírico se autodefine en tanto doliente siguiendo el tópico del penitente. El duelo impone la penitencia, la pasión:
yo soy tu penitente, y repto de rodillas, tramo a tramo, tramo a tramo, marchando
humilde y empecinadamente, al sitio donde plantaste las últimas violetas (592).
        Esta deuda dolorosa del deudo se paga muy lentamente, lo vemos en el gesto duplicado en la repetición y en el paralelismo: “tramo a tramo, tramo a tramo”, en la actitud humilde y empecinada. El lugar de peregrinación metafórica es hacia la tierra donde se espera el advenimiento del milagro de la continuidad de la vida: el nacimiento de las últimas violetas plantadas por la madre. En la composición 48 vemos más claramente cómo estas flores no son referentes reales sino imaginarias:
Ni es necesario, Clemen, que estén las flores. Sólo con evocarte, ellas aparecen, reina de las bellas, tú con tu cuchillito de jardín, plateado y fino, corres el telón de las primaveras y lo colmas de todos los frutos y las flores (602).
        Porque las flores siempre acompañan al personaje materno. La madre es definida como “reina de las bellas”, en donde las bellas son las flores. Hay algo teatral en todo lo que rodea a la madre: “un telón de primaveras” que lo colma todo pero, en un doble plano o pliegue, “detrás hay siempre un velo áureo, melancólico, donde ruedan las uvas como lágrimas. Y
ruedan las lágrimas como uvas”.
        Detrás del cuadro de diosa madre de la naturaleza con la que se la evoca, recrea y repara, surge el dolor por su ausencia, en el momento del lamento y su manifestación tópica: las lágrimas. El quiasmo permite mostrar como en un espejo esta imagen doble e invertida a través de la comparación de “las uvas como lágrimas” rodando en el cuadro gozoso y vital levantado en un primer plano y, en el doble fondo velado por el dolor y la muerte, el rodar de “las lágrimas como uvas”.
      Hacia el final del libro, en la composición 155, ubicada en el penúltimo lugar, se observará la imagen de la madre en un cuadro o escenario iconográfico:
De seguro estás en un jardín inconsútil, y es al mismo tiempo, el que hiciste con
rosas y claveles tan precisos. Y aquellas mariposas, no muy grandes, dos alas
negras, dos rosadas como brasas, (que mirabas asombrada), y la gran mariposa
celeste de nuestras vidas, la de puntos brillantes en el ala, cuyo vestido trato aún
hoy día, inútilmente de imitar (642).
       Este cuadro se presenta como una alegoría cuyos elementos evocan por un lado al mundo objetivo, pero este remite a otro, en el que toman un indescifrable sentido: por un lado un “jardín inconsútil”, por el otro uno “preciso”. Y esta es la paradoja del duelo: la inscripción de la pérdida en los propios recuerdos hace del jardín recordado otro “inconsútil”.
      Junto a las rosas y los claveles vuelan las mariposas que despiertan asombro por su duplicación y contraste de colores. Entre ellas se destaca una: “la mariposa celeste de nuestras vidas, la de puntos brillantes en el ala”, metamórfica, frágil y maravillosa. La escritura busca imitar su belleza celeste, pero este acto es inútil.
        La anáfora “De seguro” apuesta a una certeza en medio de la incertidumbre. Especula y sueña un escenario para la madre ausente: “De seguro estás en el sillón altar, los pies de porcelana, el arco iris bañándote la cara.” El cuadro es propio de la iconografía de la Madona, madre idealizada, entronada y sublime a la que adorar en ausencia. En la composición que aparece en el lugar trece observamos cómo este aspecto de la madre se va construyendo:
Estoy sentada en el lugar de siempre, en el mismo sitio. Esperando que
vengas.
Con el vestido azul, el collar y el abanico.
Virgen de las tardes de mi vida.
En tanto arde la estrella vesperal envuelta en lágrimas que hará nacer los lirios,
cirios, setas rojas y de color de rosa (588).
      La espera es un tema que se repite en Diamelas a Clementina Médici. El paralelismo entre los elementos de la vestimenta y el caer de la tarde está asentado en imágenes visuales, como el azul del vestido y del cielo por un lado, y en la proliferación de imágenes que se desplazan en torno a la idea de luz: el collar, la estrella vesperal, las lágrimas que la envuelve como un manto, tópico elegíaco que expresa el dolor de la pérdida. Los elementos asociados a la madre y a la iconografía cristiana son los lirios y los cirios, mientras que las misteriosas setas rojas y rosas funcionan como metáforas del pecho materno.
      Este culto a la madre después de su muerte se observará también en la composición quince en donde veremos al yo lírico realizándole ofrendas, como otro anclaje lírico-objetual que presentifica la devoción:
Pongo a tus pies turquesas, turmalinas, rubíes, y platinos y diamantes, y todos los
metales raros del planeta, unos que tienen nombres de flor. Otro que tienen
nombres de hadas.
Y la mariposa aquella del Sacrificio, (pero cómo pudo ser?) , que, sin embargo se
queda con nosotras! (589)
      La lista de nombres de piedras preciosas, propia de los lapidarios, es un goce de palabra, un acumular ofrendas, un llenar el vacío con objetos-palabras que destellan imaginariamente antes de dar lugar a la siguiente palabra, en una proliferación de nombres que aplazan la constatación del vacío de la muerte. Contra la ostentación de poder de las ofrendas de piedras preciosas y del poder nominal, surge la mariposa “aquella del Sacrificio”, que después se revelará como símbolo de “nuestras vidas” (642). Entre paréntesis se ubica lo incomprensible, la pregunta retórica, la imposible comprensión de la muerte del ser querido vivida como un sacrificio. Pero también la paradoja del duelo: la ausencia del ser amado convive con su presencia que sobrevive en la memoria del deudo. La vida compartida en el pasado se condensa en el símbolo de la mariposa, por un lado la que es sacrificada, por el otro la que está presente: la que “se queda con nosotras!”, que “nos mira” y que el lenguaje trata inútilmente de imitar en esta poética del duelo.
      En la composición sesenta observamos cómo evoluciona el símbolo de la mariposa en una etapa posterior del duelo:
Te veo por el centro. Me enredo en tus alas.
Algunos dicen: va envuelta en sábanas celestes.
Y yo digo: Pero, si es mi madre. ¿Cómo no ven? Y éstas son sus alas.
(606)
      El yo lírico de duelo es una mariposa en una crisálida. La membrana invisible que la envuelve está hecha de alas metafóricas, “sábanas celestes” de madre, presencia de la ausente mariposa sacrificada que, sin embargo, se queda y protege. Pero estas alas no permiten volar, son una mortaja, una envoltura que señala el recogimiento, la compañía de la madre muerta que nadie ve sino por sus efectos “celestes” que permiten captar lo invisible.
     En el texto 71, el yo lírico se dirigirá al tú, que esta vez no tomará la forma de la Madona, ni de una mariposa, sino de un “Ángel de los cielos” con atributos de ambas: lo divino, lo celestial y las alas.
Mamá, eres el Ángel de los Cielos.
Así has de volver con los ramos,
con la buena nueva.
Yo te espero en el rosal,
en la casilla de la muñeca (...)
        El tiempo de otras esperas en la infancia permite recrear el anhelado encuentro: “Como cuando venías o te ibas. /Y venías”. El duelo evoca antiguas separaciones en los que el temor a la pérdida definitiva de la niña era desmentida  por el retorno de la madre, cuando la espera anticipaba el reencuentro y la repetición era posible después del punto. El presente se vuelve infantil para imaginar la escena en un futuro deseado que llega como el milagro de la buena nueva:
Yo soy tu mariposa
y tu racimo.
Tú dirás sonriendo, “marosita”.
Yo, sonriendo, gritaré ¡Mamá! (606)
       Lo deseado es el reconocimiento en el reencuentro, expresado en el paralelismo de los versos que muestran la reciprocidad del vínculo amoroso entre madre- hija, entre el tú y el yo, a través de la sonrisa, el júbilo y las exclamaciones. En medio de la escena imaginaria aparece la palabra dicha por la madre entre comillas, y lo dicho por la madre es una aparición de algo de lo real, un resto del pasado desplegado sobre el lenguaje simbólico, una puerta de entrada por donde la voz de la madre sale a escena. Más que la figura de la voz del muerto, que siempre implica cierta retoricidad o teatralidad, esta cita parece una alucinación auditiva, reminiscencia de la voz. La voz se hace por un instante presente en el escenario convocante, ha dicho lo tan esperado y deseado, el nombre propio: “marosita”. Ha devuelto, por un instante, todo lo perdido con su muerte: el reconocimiento de la identidad de su hija, de la subjetividad sostenida por la mirada materna, por la palabra de la madre en vínculo. Esto ha de ser sacrificado en el duelo. La llamada de la madre la voz del discurso que llega de un más allá de lo simbólico, se inscribe y desaparece llevándose su representación.
       En esta obra, también se observa la incorporación de reflexiones acerca de los límites, el simulacro o el artificio de la escritura frente a lo real. Es otra forma de autorreferencilidad, del yo reflexivo mirándose en su actividad escritural o fantasiosa, presente en esta poética del duelo. La metaficción es un “discurso que aborda su propio acto de enunciación” (Valles en Álamo Felice, 2014:21).  A lo largo de las composiciones de Diamelas a Clementina Médici se repiten las frases entrecortadas, desacomodadas, que expresan la crisis en el lenguaje. La muerte de la madre abre un agujero en la dimensión de lo real que el universo significante, siguiendo a Lacan, buscará colmar sin poder llenar (Lacan, 2009). Sin embargo, las palabras tejen alrededor de este vacío su trama para inscribir la pérdida y hacerla representable. Lo que observaremos a continuación son los momentos de esa crisis en el duelo escriturario.
        La composición que aparece en octavo lugar se inicia de la siguiente manera:
Si estuvieras aquí. Pero, si estás, digo, si... Iríamos por las veredas a comprar
algo. ¿Agua colonia?, ¿un jabón en rosa suave, rodeado por unas puntillas? (587)
     El carácter irreal de la oración condicional se interrumpe para corregir este problema planteado en el lenguaje. ¿Cómo decir la presencia del ausente en el duelo? Se plantea la adversativa: “Pero, si estás”, el subjuntivo da paso al presente, el muerto está en el presente del doliente, lo acompaña, pero la partícula “si...” del condicional continúa revelando lo que el hablante niega, la imposible comparecencia del otro al llamado de la escena. Los puntos suspensivos muestran la crisis en el seno del lenguaje. El condicional simple corrige la irrealidad dándole el carácter de posibilidad: “Si estuvieras aquí...iríamos”.. Esto revela que aún no se puede asimilar la ausencia definitiva del otro y decirla porque la ausencia del otro, en el duelo, se está subjetivando. El lenguaje también entra en crisis en el decir del duelo.
En la composición 81 volvemos a encontrar el condicional problemático:
Estuve observando el Paraíso. Y si no existe, la representación de un
posible paraíso (615).
       El espacio ficcional  se torna problemático. Las palabras dejan de ser confiables. Lo que ellas crean son una representación, una creación que permite volver a encontrar en el signo algo del objeto perdido. Pero el objeto se pierde: se pierde la mayúscula del primer Paraíso. Palabra que oscila entre la ilusión y la desilusión, entre la fusión con el cuerpo y el simulacro, pero sin resolverse en ninguna de estas dos direcciones. La significación se da en el reconocimiento de lo perdido. A través del duelo se instala una realidad interna que reconoce su diferencia con el objeto perdido, que reconoce la pérdida de su Paraíso pero que, a través de la distancia, podrá reconocer su palabra como propia.
Si nos despertáramos cantando en el atardecer para reingresar como
siempre al otro día.
Pero si tú no oyes definitivamente. Y yo también he de callar y dejar de
hablarte...por lo menos sigo escribiendo esto. Cuento que nos conocimos y nos
quisimos (616).
      La mezcla de proposiciones condicionales, adversativas y coordinadas muestran la crisis del duelo en el lenguaje. La oración condicional “si nos despertáramos cantando” queda apenas esbozada. La adversativa la interrumpe porque el principio de realidad se impone: “Pero si tú no oyes definitivamente”. La coordinación copulativa comienza sin un primer término, se suma sin continuidad de sentido en una marcha entrecortada por un hilo de pensamiento que se oculta, en una especie de costura que no permite ver la trama oculta del pensamiento. La conjunción sume al yo en el silencio, en el final del diálogo. Pero los puntos suspensivos apagan este impulso, lo encausan. La alternativa ante la pérdida definitiva es la escritura: “por lo menos sigo escribiendo esto.” El contar es una forma de reencontrar sabiendo de la imposibilidad del encuentro, de un dialogar sabiendo la imposibilidad del diálogo. Es una forma de amor en ausencia, de testimonio, de memorial. Un reencontrarse, juntas a través de la mirada de los otros, de los lectores:
Y que la gente decía de muy lejos:
Mira, mira, allá, allá lejos
va una bromelia con su hija. (616)
       Sin la mirada de la madre sobre la que se ha construido el yo imaginario, sin el sostén de su mirada, queda la mirada del lector como testigo. Hacia esa otra mirada imaginaria se dirige este homenaje póstumo, hacia ese espejo que le permitirá separarse de la madre, invocarla, encontrarla en la representación y desaparecer con ella en la lejanía mediante la actividad creadora de la escritura. Y esta despedida, es un gesto público:
Dirán: Ahí va una hija con su madre
y una madre con su hija,
hacia el nunca más. Hacia                                                                               (2008:643)
El personaje de la madre y el yo lírico de Marosa desaparecen en el misterio de la página en blanco final. Y lo que el doble fondo o pliegue de esta poética oculta y revela a la vez es la muerte del ser amado así como la condición mortal del hombre, la visión de un vacío sobre el que proliferan hasta agotarse los gestos y la escritura del amor y del dolor.
La radicalidad de este final contrasta con la morosidad del duelo, que ahora llega a su final. La preposición marca la dirección del movimiento hacia el lugar al cual se dirigen. Pero este lugar  hace desaparecer las palabras, los signos, la presencia. Diamelas a Clementina Médici culmina sin un punto final. La desaparición de palabras acompaña la desaparición de los seres. El gesto se extiende más allá del discurso y deja un final abierto que ilumina el misterio de la  página en blanco.
      La obra de Marosa di Giorgio revela de esta manera las maravillas ocultas en los abismos del amor y de la muerte. En su poética del duelo la palabra teje un capullo capaz de envolver y acompañar el dolor que dejan las pérdidas de lo que alguna vez amamos para siempre.


Bibliografía

Obra poética de Marosa di Giorgio:
La Falena (1987) en Los papeles salvajes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008.
Diamelas a Clementina Médici (2000) en  Los papeles salvajes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008.
Bibliografía crítica:
Aguirre, Osvaldo. Una monja un poco gitana, Dossier Diario de Poesía, Buenos Aires, núm. 34, 1995.
Álamo Felice, Francisco. “El concepto de ficcionalidad: Teoría literaria y
 representaciones textuales” Revista de Literatura, VoL.76, No 151,
 2014.
Allouch, Jean. Erótica del duelo en Tiempos de la Muerte Seca. Buenos Aires: El cuenco de Plata, 2006.
Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo veintiuno editores, 1982.
Derrida, Jacques, Memorias para Paul de Man, Barcelona: Editorial
 Gedisa, 2008.
Estébanez Calderón, Demerito.  Breve diccionario de términos literarios. Madrid: Alianza editorial, 2015.
Freud, Sigmund. “Duelo y melancolía” (1915-1917), Obras completas. Volumen XIV. Buenos Aires: Amorrortu editores, 1992.
Lacan, Jacques. Escritos I. “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, México: Siglo XXI, 2009.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Poema en prosa: propuesta de análisis de una forma híbrida