Autora: Kildina Veljacic
Los papeles
salvajes es la gran obra de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio. Los
catorce libros allí reunidos, escritos y publicados a lo largo de cincuenta
años, sorprenden por su unidad. Es la construcción de un universo poético,
sostenido en el tiempo, que retorna al espacio de las quintas para desde allí
recrearse una y otra vez. Los objetos y los seres, presentes y ausentes, migran
desde la dimensión de lo biográfico para ocupar lugares, identidades y roles
insólitos en un mundo autoficcional.
Esta obra se
presenta como una autobiografía lírica, de carácter mítico, en donde un número
limitado pero proliferante de elementos se transfiguran en el interior de
cuentos, micro relatos o escenas fragmentarias, poemas y prosas poéticas. Pero
también encontraremos la elaboración de problemáticas que ponen en crisis dicha
construcción; por ejemplo, la muerte de los seres amados parece tener un
impacto enorme en este universo ficcional, amenazándolo y modificando su
sentido. Particularmente la muerte de Clementina Médici, madre de Marosa di Giorgio,
sume a la poeta en un duelo que irá elaborando en la escritura. En este proceso
se producirá una poética elegíaca que introduce transformaciones significativas
en el vínculo entre los personajes de la madre y
de la hija.
El libro Diamelas
a Clementina Médici (2000) inicia la última etapa de Los papeles
salvajes que culmina con Pasaje
de un memorial al abuelo toscano Eugenio Médici (2004) . Consta de 153 composiciones sin título ni
número que las identifiquen, que se inscriben en una estructura espiralada cuya
temática única es el vínculo con su madre a partir de su muerte. Se trata de
una extensa obra elegíaca y de una poética de duelo en tanto espacio poético
que permite transitar este proceso psíquico a través de la escritura.
El título simbólico Diamelas a Clementina Médici abre el libro como
una ofrenda ritual de flores para su madre difunta. Al igual que en Una rosa
para Emily, de W. Faulkner, aquí se ofrecen diamelas. Marosa di Giorgio elige estas
flores que se revelaban sagradas en La Falena (1987):
Me dicen que mamá me dio a luz debajo de
un diamelo, que tenía abiertas
sus rositas de marfil, (en mi comarca
este arbusto es sagrado, y todas las que
nacíamos allí, en secreto éramos también
diamelas), y esto me marcó para
siempre. (539)
El nombre propio es portador de una
historia cargada de sentidos. La connotación aristocrática y real del nombre
Clementina, en tanto nombre de princesa, se suma la distinción del apellido de
los Médicis florentinos. “Mi mamá era una princesa”, dice Marosa en una
entrevista de Osvaldo Aguirre (659), definiendo el lugar simbólico que ocupaba
en el imaginario familiar.
En cuanto a la ofrenda de flores para
Clementina Médici en el título, conviene detenernos en el significado de esta
práctica que es parte de la cultura funeraria cristiana. El llevar flores al
cementerio busca embellecer la tumba, volver ese espacio siniestro en familiar
a la vez que comunica socialmente que el fallecido es recordado, cuidado y
querido por los deudos. Las flores simbolizan la fragilidad de la vida, la
belleza y el amor con los que el deudo enfrenta a la muerte y al olvido de un
ser querido.
En este título, las diamelas se
transforman metáfora de los poemas presentados como ofrenda. Estas
composiciones de prosas poéticas pequeñas, exóticas, dolientes, sagradas,
proliferantes, son las diamelas ofrendadas a Clementina Médici. Ellas expresan
la vida oponiéndose a la muerte, el dolor por la pérdida, las armas que con las
que se enfrenta el duelo contra la muerte,
la nada y el olvido. Se trata de un acto poético vital de resistencia de
la memoria acongojada contra la desaparición del ser amado.
Las diamelas- poesías ofrendadas a
Clementina Médici en el título tienen el valor de un gesto dramático y elíptico
que afirma la vida, el amor, la belleza materna, a la vez que omite y niega la
muerte en su afirmación. Funcionan como apertura y como despedida, es el
producto del trabajo de duelo, no solamente íntimo sino social, para sí, pero
también para el otro ausente frente a los lectores. Representan a la escritura
elegíaca como parte de un rito social fúnebre.
Freud señalaba que el duelo era un
proceso, un trabajo, lento y doloroso,sobre cada uno de los recuerdos que
ligaban al deudo con el objeto perdido (Freud, 1992:242). En este libro veremos
este trabajo de tejido de la palabra sobre esta ausencia. La palabra permite el
encuentro y la separación, construye presencia entre la ilusión y la desilusión
del símbolo verbal.
Pero, en este proceso, también entrará
en crisis la palabra, encrucijada que llevará a un replanteamiento del sentido
de toda la poética anterior. Se percibe entonces un cambio en el estatuto
ficcional que desplaza al yo lírico del eje, como parte de lo perdido, de lo
sacrificado y coloca en el centro al personaje de la madre. De la autoficción
al memorial lírico.
Como peculiaridad formal se
presentan el apóstrofe elegíaco y la prosopopeya. El apóstrofe: “Figura
retórica que consiste en dirigir la palabra con emoción o vehemencia, a una
persona o a una cosa, o a seres abstractos personificados” (Estébanez,2015 :33).
El apóstrofe elegíaco inaugura un diálogo entre el yo lírico y el tú ausente al
que se convoca una y otra vez a través de la palabra. El duelo se realiza en la repetición de la apelación a la segunda persona,
que tiene la función de convocar la presencia de la madre ausente permitiendo
su invocación permanente contra la muerte y el olvido.
También es el apóstrofe el que, en la
repetición, habilita el pequeño sacrificio del duelo. Su convocatoria y
apelación insistente revela tanto lo perdido, como la transferencia realizada
por el yo lírico al tú para darle vida. El trabajo del duelo se realiza allí en
el apóstrofe elegíaco con el que se invoca a madre en un doble plano: por un
lado lo elidido, su muerte, negada por el llamado; por otro lado su presencia, convocada
por el decir, cuyo sentido y tragedia se revelan sobre el segundo plano de su
negación. En este pliegue se produce el efecto patético propio de lo elegíaco.
Entonces el apóstrofe elegíaco tiene
como peculiaridad el doble plano o pliegue en el que se revela su sentido, en
el que se realiza la decodificación y que le confiere su singularidad. La
repetición del apóstrofe elegíaco es la afirmación del amor escrito sobre la
muerte, no tiene otro referente más que su proliferación, es un “performativo”,
como señalaba Roland Barthes a propósito del “te amo” (1982:235). La función de
Eros es la de conservar, la de ligar, la de unir sobre un fondo de Tánatos.
Porque en esta diferencia, elidida pero presente en la repetición, es en donde
la presencia del ausente se realiza y desrealiza a la vez. La palabra presenta,
revive, realiza un homenaje, actúa y despide.
Se trata de una poética y de una erótica
del duelo que se presenta como una lucha, agón o duelo contra la muerte
realizada por un yo elegíaco, doliente a través de la palabra. Esta poética del
duelo no es equiparable con la elegía en tanto género, aunque sea esta una de
sus formas singulares. Paul de Man consideraba a la prosopopeya el tropo
principal de la autobiografía. La retórica clásica entendía a la prosopopeya como el recurso
literario que consistía en “atribuir la palabra a personajes ausentes, a los
que se evoca en el acto de comunicar sus ideas y sentimientos”. (Estébanez,
2015: 487) Algo de esta idea queda en nuestra prosopopeya que atribuye
“cualidades o actividades humanas a seres inanimados” (2015: 487)
La poética del duelo aquí investigada,
en tanto escritura del yo, comparte la misma figura retórica. La prosopopeya
permite darle vida y palabra a la madre muerta abriendo un espacio de reparación
del yo en crisis a través de complejas operaciones psíquicas y literarias. La
segunda persona, la palabra “mamá” y su nombre Clementina, funcionan como
palabras-máscara, convocan una presencia que aparece y desaparece, permiten el
advenimiento imaginario del ser evocado en el lugar de su falta. Se trata de
palabras que se repiten, realizando un acto, entre lo dramático y lo ritual, de
acercamiento ficcional a la madre, que compensa el vínculo cercenado por la
muerte en la dimensión de lo real.
Derrida hablará de la prosopopeya como
un tropo alucinatorio que se oculta tras la “la ficción de la voz de
ultratumba” en el yo del discurso autobiográfico (Paul de Man en Derrida,
1986:38). Me interesa señalar aquí la presencia de este tropo en la segunda persona,
en Clementina Médici presente- ausente.
Observaremos entonces un pliegue en la
trama de Diamelas a Clementina Médici que esconde- revelando el
trasfondo de la muerte en esta poética del duelo. Sin este doblez o pliegue que
aporta volumen elegíaco, no se entiende el gesto del duelo, la condición de
postergación de la separación, de demora en esta poética que permite procesos
de reparación, simbolización, así como los gestos sacrificiales necesarios
tanto para la subjetivación de la pérdida (Allouch, 2006) como para la
asimilación de la propia condición mortal.
Sobre el telón de fondo de la ausencia
de la madre fallecida se levanta una escena que se desarrolla en dos
dimensiones simultáneas: una cotidiana, en donde se sostiene la conversación
que se desarrolla “Mientras hablas”, y otra en la vida que se desarrolla en el
bulbo removido, del que sale un tronco, hojas y “una flor de nieve que es al
tiempo mismo de color de rosa, y como siempre lleva tu marca: Clementina.
Médici”. (585) La marca, la firma que identifica el origen de esta flor
devenida objeto de arte, es el nombre de la madre biográfica que se proyecta en
la ficción: “Clementina. Médici”.
La segunda parte se abre con
exclamaciones a través de las cuales el yo lírico se dirige a la madre para expresarle
el asombro por su poder creador:“Porque la hiciste tú, tú la hiciste! ¡Eres tú
quien hace las flores!”. El quiasmo y la repetición del tú en el centro de esta
figura resaltan la identidad así como el poder creador de la madre. La
enumeración y descripción de las herramientas, de los instrumentos
arquetípicos: “el cuchillo de cocina, plateado y fino. Tu tijera negra”, están
al servicio de la creatividad, al servicio de la vida: “Laboras en lo hondo de
la tierra. Y en la luz haces aparecer los lirios”.
Dos dimensiones antitéticas que se
tornan símbolos: lo hondo y oscuro, el útero, la tierra, en donde se entierran
los bulbos y los muertos; y lo que nace de ese fondo a la luz: el lirio, flor
que es un símbolo de la espiritualidad y la resurrección, de la sublimación.
En la composición 24 aparecen nuevamente
estos atributos pero rescatados desde “lo hondo de los años”: “Unas plantas dan
rosas, otras lises, y hay otras de nuevo estilo y sólo dan a luz alondras. Tu
jardín todo bordado a mano. ¡Y aquel tulipán color naranja! ¡Nunca vi nada
igual! ¿Cómo lo hiciste?” (592). Las flores son evocadas como creaciones de la
madre, algunas son fantásticas, “de nuevo estilo”, que asombran al yo lírico
por su poder metamórfico: “solo dan a luz alondras”. El verbo “bordar” asocia
la jardinería a las tareas manuales, femeninas y maternales en tanto “dan a
luz”. Surge la imagen de la madre:
Te veo en el atardecer. Entre tus dedos,
tu puñal es una hoguera; las cejas,
cuidadas, negras, una un poco rebelde,
pero no se notaba, ama jardinista. (592)
El naranja del tulipán y del
atardecer recordado se desplaza y condensa en la metáfora “el puñal es una
hoguera”. Entre los dedos de la madre es una imagen visual surrealista e
hiperbólica del poder creativo materno. Al lado de este foco ígneo de la
imagen, aparece la grafopeya de las cejas que refleja la coquetería femenina de
este personaje junto al detalle íntimo de una ceja rebelde. Este último
recuerdo tiene el color del sol del atardecer, de otro “sol que cae”, esta vez
sobre la ausencia definitiva. El yo lírico se autodefine en tanto doliente
siguiendo el tópico del penitente. El duelo impone la penitencia, la pasión:
yo soy tu penitente, y repto de
rodillas, tramo a tramo, tramo a tramo, marchando
humilde y empecinadamente, al sitio
donde plantaste las últimas violetas (592).
Esta deuda dolorosa del deudo
se paga muy lentamente, lo vemos en el gesto duplicado en la repetición y en el
paralelismo: “tramo a tramo, tramo a tramo”, en la actitud humilde y empecinada.
El lugar de peregrinación metafórica es hacia la tierra donde se espera el
advenimiento del milagro de la continuidad de la vida: el nacimiento de las
últimas violetas plantadas por la madre. En la composición 48 vemos más
claramente cómo estas flores no son referentes reales sino imaginarias:
Ni es necesario, Clemen, que estén las
flores. Sólo con evocarte, ellas aparecen, reina de las bellas, tú con tu
cuchillito de jardín, plateado y fino, corres el telón de las primaveras y lo
colmas de todos los frutos y las flores (602).
Porque las flores siempre
acompañan al personaje materno. La madre es definida como “reina de las
bellas”, en donde las bellas son las flores. Hay algo teatral en todo lo que
rodea a la madre: “un telón de primaveras” que lo colma todo pero, en un doble
plano o pliegue, “detrás hay siempre un velo áureo, melancólico, donde ruedan
las uvas como lágrimas. Y
ruedan las lágrimas como uvas”.
Detrás del cuadro de diosa
madre de la naturaleza con la que se la evoca, recrea y repara, surge el dolor
por su ausencia, en el momento del lamento y su manifestación tópica: las
lágrimas. El quiasmo permite mostrar como en un espejo esta imagen doble e
invertida a través de la comparación de “las uvas como lágrimas” rodando en el
cuadro gozoso y vital levantado en un primer plano y, en el doble fondo velado
por el dolor y la muerte, el rodar de “las lágrimas como uvas”.
Hacia el final del libro, en la
composición 155, ubicada en el penúltimo lugar, se observará la imagen de la
madre en un cuadro o escenario iconográfico:
De seguro estás en un jardín inconsútil,
y es al mismo tiempo, el que hiciste con
rosas y claveles tan precisos. Y
aquellas mariposas, no muy grandes, dos alas
negras, dos rosadas como brasas, (que
mirabas asombrada), y la gran mariposa
celeste de nuestras vidas, la de puntos
brillantes en el ala, cuyo vestido trato aún
hoy día, inútilmente de imitar (642).
Este cuadro se presenta como
una alegoría cuyos elementos evocan por un lado al mundo objetivo, pero este
remite a otro, en el que toman un indescifrable sentido: por un lado un “jardín
inconsútil”, por el otro uno “preciso”. Y esta es la paradoja del duelo: la
inscripción de la pérdida en los propios recuerdos hace del jardín recordado
otro “inconsútil”.
Junto a las rosas y los
claveles vuelan las mariposas que despiertan asombro por su duplicación y
contraste de colores. Entre ellas se destaca una: “la mariposa celeste de
nuestras vidas, la de puntos brillantes en el ala”, metamórfica, frágil y
maravillosa. La escritura busca imitar su belleza celeste, pero este acto es
inútil.
La anáfora “De seguro”
apuesta a una certeza en medio de la incertidumbre. Especula y sueña un
escenario para la madre ausente: “De seguro estás en el sillón altar, los pies
de porcelana, el arco iris bañándote la cara.” El cuadro es propio de la
iconografía de la Madona, madre idealizada, entronada y sublime a la que adorar
en ausencia. En la composición que aparece en el lugar trece observamos cómo
este aspecto de la madre se va construyendo:
Estoy sentada en el lugar de siempre, en
el mismo sitio. Esperando que
vengas.
Con el vestido azul, el collar y el
abanico.
Virgen de las tardes de mi vida.
En tanto arde la estrella vesperal
envuelta en lágrimas que hará nacer los lirios,
cirios, setas rojas y de color de rosa
(588).
La espera es un tema que se
repite en Diamelas a Clementina Médici. El paralelismo entre los elementos de
la vestimenta y el caer de la tarde está asentado en imágenes visuales, como el
azul del vestido y del cielo por un lado, y en la proliferación de imágenes que
se desplazan en torno a la idea de luz: el collar, la estrella vesperal, las
lágrimas que la envuelve como un manto, tópico elegíaco que expresa el dolor de
la pérdida. Los elementos asociados a la madre y a la iconografía cristiana son
los lirios y los cirios, mientras que las misteriosas setas rojas y rosas
funcionan como metáforas del pecho materno.
Este culto a la madre después
de su muerte se observará también en la composición quince en donde veremos al
yo lírico realizándole ofrendas, como otro anclaje lírico-objetual que
presentifica la devoción:
Pongo a tus pies turquesas, turmalinas,
rubíes, y platinos y diamantes, y todos los
metales raros del planeta, unos que
tienen nombres de flor. Otro que tienen
nombres de hadas.
Y la mariposa aquella del Sacrificio,
(pero cómo pudo ser?) , que, sin embargo se
queda con nosotras! (589)
La lista de nombres de piedras
preciosas, propia de los lapidarios, es un goce de palabra, un acumular
ofrendas, un llenar el vacío con objetos-palabras que destellan imaginariamente
antes de dar lugar a la siguiente palabra, en una proliferación de nombres que
aplazan la constatación del vacío de la muerte. Contra la ostentación de poder
de las ofrendas de piedras preciosas y del poder nominal, surge la mariposa
“aquella del Sacrificio”, que después se revelará como símbolo de “nuestras
vidas” (642). Entre paréntesis se ubica lo incomprensible, la pregunta
retórica, la imposible comprensión de la muerte del ser querido vivida como un
sacrificio. Pero también la paradoja del duelo: la ausencia del ser amado
convive con su presencia que sobrevive en la memoria del deudo. La vida
compartida en el pasado se condensa en el símbolo de la mariposa, por un lado
la que es sacrificada, por el otro la que está presente: la que “se queda con
nosotras!”, que “nos mira” y que el lenguaje trata inútilmente de imitar en
esta poética del duelo.
En la composición sesenta
observamos cómo evoluciona el símbolo de la mariposa en una etapa posterior del
duelo:
Te veo por el centro. Me enredo en tus
alas.
Algunos dicen: va envuelta en sábanas
celestes.
Y yo digo: Pero, si es mi madre. ¿Cómo
no ven? Y éstas son sus alas.
(606)
El yo lírico de duelo es una
mariposa en una crisálida. La membrana invisible que la envuelve está hecha de
alas metafóricas, “sábanas celestes” de madre, presencia de la ausente mariposa
sacrificada que, sin embargo, se queda y protege. Pero estas alas no permiten volar,
son una mortaja, una envoltura que señala el recogimiento, la compañía de la
madre muerta que nadie ve sino por sus efectos “celestes” que permiten captar
lo invisible.
En el texto 71, el yo lírico se
dirigirá al tú, que esta vez no tomará la forma de la Madona, ni de una
mariposa, sino de un “Ángel de los cielos” con atributos de ambas: lo divino,
lo celestial y las alas.
Mamá, eres el Ángel de los Cielos.
Así has de volver con los ramos,
con la buena nueva.
Yo te espero en el rosal,
en la casilla de la muñeca (...)
El tiempo de otras esperas en
la infancia permite recrear el anhelado encuentro: “Como cuando venías o te
ibas. /Y venías”. El duelo evoca antiguas separaciones en los que el temor a la
pérdida definitiva de la niña era desmentida
por el retorno de la madre, cuando la espera anticipaba el reencuentro y
la repetición era posible después del punto. El presente se vuelve infantil
para imaginar la escena en un futuro deseado que llega como el milagro de la
buena nueva:
Yo soy tu mariposa
y tu racimo.
Tú dirás sonriendo, “marosita”.
Yo, sonriendo, gritaré ¡Mamá! (606)
Lo deseado es el
reconocimiento en el reencuentro, expresado en el paralelismo de los versos que
muestran la reciprocidad del vínculo amoroso entre madre- hija, entre el tú y
el yo, a través de la sonrisa, el júbilo y las exclamaciones. En medio de la
escena imaginaria aparece la palabra dicha por la madre entre comillas, y lo
dicho por la madre es una aparición de algo de lo real, un resto del pasado
desplegado sobre el lenguaje simbólico, una puerta de entrada por donde la voz
de la madre sale a escena. Más que la figura de la voz del muerto, que siempre
implica cierta retoricidad o teatralidad, esta cita parece una alucinación
auditiva, reminiscencia de la voz. La voz se hace por un instante presente en
el escenario convocante, ha dicho lo tan esperado y deseado, el nombre propio:
“marosita”. Ha devuelto, por un instante, todo lo perdido con su muerte: el
reconocimiento de la identidad de su hija, de la subjetividad sostenida por la
mirada materna, por la palabra de la madre en vínculo. Esto ha de ser
sacrificado en el duelo. La llamada de la madre la voz del discurso que llega
de un más allá de lo simbólico, se inscribe y desaparece llevándose su representación.
En esta obra, también se
observa la incorporación de reflexiones acerca de los límites, el simulacro o
el artificio de la escritura frente a lo real. Es otra forma de
autorreferencilidad, del yo reflexivo mirándose en su actividad escritural o
fantasiosa, presente en esta poética del duelo. La metaficción es un “discurso
que aborda su propio acto de enunciación” (Valles en Álamo Felice,
2014:21). A lo largo de las
composiciones de Diamelas a Clementina Médici se repiten las frases
entrecortadas, desacomodadas, que expresan la crisis en el lenguaje. La muerte
de la madre abre un agujero en la dimensión de lo real que el universo
significante, siguiendo a Lacan, buscará colmar sin poder llenar (Lacan, 2009).
Sin embargo, las palabras tejen alrededor de este vacío su trama para inscribir
la pérdida y hacerla representable. Lo que observaremos a continuación son los
momentos de esa crisis en el duelo escriturario.
La composición que aparece en
octavo lugar se inicia de la siguiente manera:
Si estuvieras aquí. Pero, si estás,
digo, si... Iríamos por las veredas a comprar
algo. ¿Agua colonia?, ¿un jabón en rosa
suave, rodeado por unas puntillas? (587)
El carácter irreal de la oración
condicional se interrumpe para corregir este problema planteado en el lenguaje.
¿Cómo decir la presencia del ausente en el duelo? Se plantea la adversativa:
“Pero, si estás”, el subjuntivo da paso al presente, el muerto está en el
presente del doliente, lo acompaña, pero la partícula “si...” del condicional
continúa revelando lo que el hablante niega, la imposible comparecencia del
otro al llamado de la escena. Los puntos suspensivos muestran la crisis en el
seno del lenguaje. El condicional simple corrige la irrealidad dándole el
carácter de posibilidad: “Si estuvieras aquí...iríamos”.. Esto revela que aún
no se puede asimilar la ausencia definitiva del otro y decirla porque la
ausencia del otro, en el duelo, se está subjetivando. El lenguaje también entra
en crisis en el decir del duelo.
En la composición 81 volvemos a encontrar el condicional problemático:
Estuve observando el Paraíso. Y si no
existe, la representación de un
posible paraíso (615).
El espacio ficcional se torna problemático. Las palabras dejan de
ser confiables. Lo que ellas crean son una representación, una creación que
permite volver a encontrar en el signo algo del objeto perdido. Pero el objeto
se pierde: se pierde la mayúscula del primer Paraíso. Palabra que oscila entre
la ilusión y la desilusión, entre la fusión con el cuerpo y el simulacro, pero
sin resolverse en ninguna de estas dos direcciones. La significación se da en
el reconocimiento de lo perdido. A través del duelo se instala una realidad
interna que reconoce su diferencia con el objeto perdido, que reconoce la pérdida
de su Paraíso pero que, a través de la distancia, podrá reconocer su palabra
como propia.
Si nos despertáramos cantando en el
atardecer para reingresar como
siempre al otro día.
Pero si tú no oyes definitivamente. Y yo
también he de callar y dejar de
hablarte...por lo menos sigo escribiendo
esto. Cuento que nos conocimos y nos
quisimos (616).
La mezcla de proposiciones
condicionales, adversativas y coordinadas muestran la crisis del duelo en el
lenguaje. La oración condicional “si nos despertáramos cantando” queda apenas
esbozada. La adversativa la interrumpe porque el principio de realidad se
impone: “Pero si tú no oyes definitivamente”. La coordinación copulativa
comienza sin un primer término, se suma sin continuidad de sentido en una marcha
entrecortada por un hilo de pensamiento que se oculta, en una especie de
costura que no permite ver la trama oculta del pensamiento. La conjunción sume
al yo en el silencio, en el final del diálogo. Pero los puntos suspensivos
apagan este impulso, lo encausan. La alternativa ante la pérdida definitiva es
la escritura: “por lo menos sigo escribiendo esto.” El contar es una forma de
reencontrar sabiendo de la imposibilidad del encuentro, de un dialogar sabiendo
la imposibilidad del diálogo. Es una forma de amor en ausencia, de testimonio,
de memorial. Un reencontrarse, juntas a través de la mirada de los otros, de
los lectores:
Y que la gente decía de muy lejos:
Mira, mira, allá, allá lejos
va una bromelia con su hija. (616)
Sin la mirada de la madre
sobre la que se ha construido el yo imaginario, sin el sostén de su mirada,
queda la mirada del lector como testigo. Hacia esa otra mirada imaginaria se
dirige este homenaje póstumo, hacia ese espejo que le permitirá separarse de la
madre, invocarla, encontrarla en la representación y desaparecer con ella en la
lejanía mediante la actividad creadora de la escritura. Y esta
despedida, es un gesto público:
Dirán: Ahí va una hija con su
madre
y una madre con su hija,
hacia el nunca más. Hacia (2008:643)
El personaje de la madre y el yo lírico de Marosa desaparecen en el
misterio de la página en blanco final. Y lo que el doble fondo o pliegue de
esta poética oculta y revela a la vez es la muerte del ser amado así como la
condición mortal del hombre, la visión de un vacío sobre el que proliferan
hasta agotarse los gestos y la escritura del amor y del dolor.
La radicalidad de
este final contrasta con la morosidad del duelo, que ahora llega a su final. La
preposición marca la dirección del movimiento hacia el lugar al cual se
dirigen. Pero este lugar hace
desaparecer las palabras, los signos, la presencia. Diamelas a Clementina
Médici culmina sin un punto final. La desaparición de palabras acompaña la
desaparición de los seres. El gesto se extiende más allá del discurso y deja un
final abierto que ilumina el misterio de la
página en blanco.
La obra de Marosa di Giorgio revela de esta manera las maravillas
ocultas en los abismos del amor y de la muerte. En su poética del duelo la
palabra teje un capullo capaz de envolver y acompañar el dolor que dejan las
pérdidas de lo que alguna vez amamos para siempre.
Bibliografía
Obra poética de Marosa di Giorgio:
La Falena
(1987) en Los papeles salvajes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008.
Diamelas a
Clementina Médici (2000) en Los papeles
salvajes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008.
Bibliografía
crítica:
Aguirre,
Osvaldo. Una monja un poco gitana, Dossier Diario de Poesía, Buenos Aires, núm.
34, 1995.
Álamo
Felice, Francisco. “El concepto de ficcionalidad: Teoría literaria y
representaciones textuales” Revista de Literatura, VoL.76, No 151,
2014.
representaciones textuales” Revista de Literatura, VoL.76, No 151,
2014.
Allouch,
Jean. Erótica del duelo en Tiempos de la Muerte Seca. Buenos Aires: El cuenco
de Plata, 2006.
Barthes,
Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo veintiuno editores,
1982.
Derrida,
Jacques, Memorias para Paul de Man, Barcelona: Editorial
Gedisa, 2008.
Gedisa, 2008.
Estébanez
Calderón, Demerito. Breve diccionario de
términos literarios. Madrid: Alianza editorial, 2015.
Freud,
Sigmund. “Duelo y melancolía” (1915-1917), Obras completas. Volumen XIV. Buenos
Aires: Amorrortu editores, 1992.
Lacan,
Jacques. Escritos I. “El estadio del espejo como formador de la función del yo
(je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, México: Siglo
XXI, 2009.
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