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“Memoria de uno solo no sirve para nada”. Diálogos entre Augusto Roa Bastos y la Escuela de los Annales.

Autor: Andrés Duarte



Resumen:
En su novela Yo el Supremo (1974), el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos aborda, entre otras temáticas, el problema de la historicidad en la narrativa. Allí, en la figura del compilador —no narrador— resume su concepción ideológica de la escritura, en tanto actividad intertextual que responde a los emergentes del imaginario social: no se trata de una voz creadora, sino de una voz receptora y organizadora de las representaciones colectivas. Su función, lejos de parecerse al del narrador decimonónico, se acerca a la del aedo y a la del historiador.
Sin embargo, cabe preguntarse: ¿se asemeja a la figura de cualquier tipo de historiador?
Desde el siglo XIX hasta nuestros días, distintas escuelas han discutido a propósito de las bases, objeto y objetivos del estudio histórico. De entre ellas, destacan los postulados de la Escuela de los Annales —una de las principales corrientes historiográficas del siglo XX—, cuyos abordajes de las problemáticas que incumben a la escritura de la historia son, hasta el día de hoy, objeto de acuerdos y debates.
A partir de la observación de las propuestas de la tercera generación de la escuela francesa —contemporánea a la publicación de la novela—, este trabajo pretende tender un diálogo entre la obra de Roa Bastos y la de autores como Georges Duby y Jaques Le Goff, abanderados de la historia de las “mentalidades” que, basándose en autores como Michel Foucault y Louis Althusser, arremeten contra los cánones de la historiografía. ¿Es posible establecer correspondencias en el abordaje que ambas vertientes realizan en torno a las fronteras que separan Historia y Literatura?
Palabras clave: Roa Bastos- Historia de las mentalidades- Historia y literatura

1. Introducción. Roa Bastos y el campo intelectual.
Corrían los años sesenta del siglo pasado cuando el francés Pierre Bourdieu señalaba que los autores siempre se encuentran afectados por el sistema de relaciones sociales en las cuales realizan sus creaciones. Agrupados activamente en el campo intelectual, los creadores comparten temas, problemas y formas de razonar; incluso frente al desacuerdo, decía Bourdieu, “están de acuerdo en disputar en torno a los mismos objetos” (45-46). En algunas ocasiones estos objetos son también las instancias exteriores que afectan directamente al campo intelectual, pero este, señala el sociólogo francés, “refracta” la influencia exterior desde su estructura y la transmuta “en objetos de reflexión o de imaginación” (50). En otras palabras: los autores, desde sus campos, re-crean los fenómenos y representaciones de la realidad a través de su proyecto creador y forman, junto a otros proyectos creadores, el corpus ideológico del campo en el que se manifiestan.
Hechas estas consideraciones, fijemos la atención en otro tiempo.
Hacia la década del 1920, en el pequeño pueblo de Iturbe, Paraguay, Augusto Roa Bastos era un niño, hijo de un padre culto, exigente y sin urgencias económicas, que buscaba las maneras de saltar la sobreprotección familiar. Él mismo, de adulto, rememora:
Allí vivíamos mi hermana y yo [...]. Se nos prohibía entrar a ese mundo salvaje que es el que a nosotros nos importaba: el mundo de las mariposas, de las víboras [...] y el cachiveo con el cual yo recorría los riachos recogiendo orquídeas silvestres. Y más allá estaban los niños del lugar, que sólo hablaban guaraní, idioma que a nosotros nos prohibían hablar en casa.
A raíz de esa disciplina existente en casa, me escapaba por la siesta para ir con los otros niños a tirarnos de la barranca al río, el brazo del Tebicuary. (citado por Ezquerro 12)
El autor-adulto también recuerda a los ancianos de aquella infancia, y cómo estos narraban las historias del Padre Fundador del Paraguay, el Karaí-Guazú —o “Gran Señor”— José Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador Perpetuo de la República del Paraguay entre 1816 y 1840. La silueta histórica del Supremo Dictador, venerada por los ancianos, era rechazada por el padre de Augusto, que decía al niño ya adolescente: “Tiranuelo, vas a ser un segundo Francia” (Romero de Nohra 54).
Pasaron los años y el joven escritor marchó a Asunción, donde cursó sus estudios. En la capital, y luego de participar en la Guerra del Chaco, practicó el periodismo y se involucró con la literatura; también viajó a Europa —Francia e Inglaterra principalmente— donde realizó distintas actividades académicas hasta su vuelta a Paraguay y posterior exilio en 1947, primero a Buenos Aires, y desde 1976 a Toulouse, ejerciendo en ambos casos la docencia.
Las numerosas experiencias que nutrieron al autor también complejizaron la figura que imaginó y re-creó del Padre Fundador del Paraguay. Roa Bastos describió grietas y contradicciones en los discursos que significaban al Karaí-Guazú, y a través de ellas vio a su país, heredero de una historia traumática e identidad fragmentada, cuyas múltiples lógicas se manifestaban tanto en el relativamente sólido y vertical discurso oficial como en las distintas periferias blancas, mestizas y guaraníes. Roa Bastos interpeló en sus obras a todas las formas del Doctor Francia, y desde ellas expuso sus mayores inquietudes: la heterogeneidad en los discursos, la palabra creadora y su vínculo con la realidad, la identidad, la verdad, el problema de las fuentes históricas y el espacio de la memoria colectiva. Antes de avanzar en estos temas a través de Yo el Supremo —obra que expone detalladamente sus inquietudes—, volvamos nuevamente a los años 20’s del siglo pasado, pero a Francia, donde otras líneas comenzaron a trazarse.

2. Los Annales
“Cuando fundaron los Annales d’historie écnomique et social en 1929, Lucien Febvre y Marc Bloch eran intelectuales marginados en una universidad marginada” (239) señala el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein en uno de sus escritos. Al iniciar los Annales, agrega, los franceses tratan de librar una “guerra en dos frentes”: por un lado, discutiendo a los historiadores idiográficos, herederos de la narrativa histórica decimonónica, cuyo abordaje comprende el “complejo carácter concreto” (239) de los siempre únicos e irrepetibles hechos históricos; por el otro, contra los científicos sociales nomotéticos, universalistas de base positivista que buscaban descubrir leyes generales en el devenir histórico.
Durante una década y media la obra de ambos fue ignorada, doblegada por las posturas teóricas que dominaban por aquel entonces en el campo académico. Bloch morirá luchando junto a la resistencia francesa en 1944, y el anciano Febvre, sobreviviente, continuará con la actividad académica que heredará en los años de postguerra el siguiente abanderado de los Annales, Fernand Braudel. Citando nuevamente a Wallerstein:
Mientras que el movimiento de los Annales permaneció al margen de la vida intelectual de Francia —y en el mundo— hasta la segunda guerra mundial, pronto alcanzó su apogeo y apoteosis en el período entre 1945 y 1967. Esto ocurrió primero en Francia, pero no sólo ahí, pues este movimiento empezó a ejercer influencia en el sur de Europa, en Europa oriental, en Gran Bretaña y poco a poco en Norteamérica. Creo que este repentino éxito intelectual e institucional se debió a una coyuntura particular que creó una alta receptividad de las perspectivas de los Annales. La coyuntura fue la de la guerra fría. El movimiento de los Annales podía ofrecer en este contexto una cosmovisión intelectual que parecía expresar una resistencia tanto a la hegemonía intelectual de los anglosajones como al rígido marxismo oficial. (240)
En este contexto —que también vería los primeros brotes del estructuralismo a través de Lévi Strauss, Althusser y Lacan, entre otros— la segunda generación de los Annales desarrollará sus principales propuestas, resumidas en dos grandes “mensajes prácticos”. En primer lugar, los teóricos sugirieron a los historiadores que “acojan el conocimiento que están creando diversos tipos de científicos sociales” y que utilicen “sus hipótesis o generalizaciones para organizar sus investigaciones e interpretar sus resultados”. En segundo lugar, señalaron que la historia es mucho más que “un cuento de príncipes y diplomáticos”, y por eso debe ser creada en tanto “narrativa de los seres humanos como grupo colectivo [...] y de los seres humanos en la vida que vivían” (Wallerstein 244), dando así lugar en su objeto a la demografía, la historia familiar, las mentalidades, y todas aquellas áreas contribuyentes en la comprensión del devenir de las comunidades.

3. Estructura de Yo el Supremo
Ya en los años 70’s, junto al posestructuralismo, las propuestas de los Annales cuentan con autoridad propia en el campo académico y son adoptadas por intelectuales de diversas partes del mundo; paralelamente, a partir 1974 comienzan a imprimirse las primeras ediciones de Yo el Supremo, obra del ya maduro Roa Bastos.
Al iniciar su lectura, llama a la atención de inmediato su escritura y organización. “Ni Confesiones [...], ni Pensamientos [...], ni Memorias Íntimas [...]. Esto es un Balance de Cuentas” (144), afirma su voz protagonista, el Dictador Supremo, quizás ilustrando la particularidad de una obra que en su forma elude los parámetros habituales del género novelesco y que muestra, según Milagros Ezquerro en su prólogo de Yo el Supremo, “un mosaico o taracea textual donde se yuxtaponen intrincadamente una multitud de fragmentos de variadas esencias” (27). Las distintas modalidades de escritura que la obra exhibe —y que pueden ser distinguidas por paratextos o deducibles por sus formas— casi siempre son presentadas como manifestaciones de la voz del Supremo Dictador, pero su lectura permite ver la presencia casi muda de otra entidad: el compilador, organizador de la totalidad de los fragmentos que sólo aparece explícitamente en las notas al pie de página y en el apéndice final. Similar al Cide Hamete Benengeli en el Quijote, el compilador “pone de manifiesto la presencia de otros textos dentro del texto novelesco” (63), señala Ezquerro, que analiza en el vocablo dos niveles de significación: en el primero, entiende al compilador como el “individuo que reúne, lee, selecciona y transcribe en parte textos ajenos”(63); en el segundo, observa a la figura como una “función de la escritura, sustitutiva de la función autoral”, que opone las nociones de creación, originalidad, inspiración y peculiaridad propias del autor decimonónico con el “plagio deliberado, la imitación y el concepto de bien colectivo”(64) que trae el compilador.
En ambos niveles señalados por Ezquerro emerge obligatoriamente la semejanza entre esta figura y la de los historiadores, cuya tarea de recolección y organización del pasado es re-flexionada a lo largo de la obra desde varios ángulos.

4. El problema de la narración
Tanto la obra de Roa Bastos como la de los académicos de los Annales manifiestan una preocupación común en torno a los problemas inherentes a la narración como vía de acceso al pasado, y más puntualmente, a su legitimidad como verdad objetiva.
En Yo el Supremo la mayor parte de estas reflexiones metatextuales aparecen en los registros que Ezquerro llama “Apuntes”, transcripciones imaginarias de todo lo dicho en el despacho del Dictador entre él y su amanuense Policarpo Patiño. Allí, donde la prosa narrativa niega la impersonalidad y adopta la forma dialogada sin utilizar señales gráficas que distingan las palabras de uno y otro, el Supremo arremete contra todos los que pretenden mimetizar la realidad con la escritura y ocultan —deliberadamente o no— su artificialidad y valor ideológico. “El diccionario es un osario de palabras vacías.” (102), sentencia el Dictador, que desconfía de los signos que pretenden representar una realidad siempre fugaz y atrapada en el presente:
Las formas desaparecen, las palabras quedan, para significar lo imposible. Ninguna historia puede ser contada. Ninguna historia que valga la pena ser contada. Más el verdadero lenguaje no nació todavía. Los animales se comunican entre ellos, sin palabras, mejor que nosotros, ufanos de haberlas inventado con la materia prima de lo quimérico. Sin fundamento. Ninguna relación con la vida. [...] Tendría que haber en nuestro lenguaje palabras que tengan voz. Espacio libre. Su propia memoria. Palabras que subsistan solas, que lleven el lugar consigo. Un lugar. Su lugar. Su propia materia. Un espacio donde esa palabra suceda al igual que un hecho. Un espejo donde la palabra suceda igual que un hecho. (102)
Algunos años antes, en la década de los 60’s, Michel Foucault escribía a propósito de estos asuntos. En su libro Las palabras y las cosas el francés señala cómo el cambio en el paradigma científico occidental a principios del siglo XIX alejó al lenguaje de la experiencia humana: primero, al funcionar como explicación de una realidad exterior, fragmentada e historizada, donde el cielo, el mar y los bosques ya no hablarían del pasado, presente y destino de hombres y mujeres, sino de los fenómenos en sí, distintos al humano y con historia propia; segundo, al censurar el uso espontáneo de la lengua en provecho de la gramática académica, marco legal de la palabra que establecerá sus reglas de uso y que mediará, desde entonces, entre el lenguaje y la experiencia. Estos cambios, que facilitan la separación de las disciplinas científicas y el surgimiento de la literatura —el lenguaje intransitivo por excelencia—, dan paso a la división de los discursos en  narración-verdad y narración-artificio, vuelta epistémica atacada por la escuela de los Annales, los estructuralistas, los posestructuralistas y por el propio Roa Bastos, que trata el tema, por ejemplo, al hacer hablar al Supremo sobre el Quijote de Cervantes: “[...] los testigos de aquellas historias no viven. [...] los lectores no saben si se trata de fábulas, de historias verdaderas, de fingidas verdades: Igual cosa nos pasará a nosotros, que pasaremos a ser seres irreales-reales. Entonces ya no pasaremos” (169-170). La imaginación —subraya el Dictador— siempre participa en la reconstrucción del pasado.
Aunque los historiadores de los Annales concordaban en el presupuesto de la artificialidad en el lenguaje, hubo entre ellos discrepancias en relación a su utilidad o validez para el abordaje histórico. Braudel, más asociado al estructuralismo, consideraba que la narración con objetivos de representación histórica no es simplemente el continente de mensajes ideológicos, sino que forma el contenido ideológico mismo de la historia —siempre que se entienda a la ideología como la “representación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia”, acorde a la definición de Louis Althusser (43) —.
[…] Braudel llama a la narrativa en cuanto tal una ‘filosofía de la historia’ y la muestra en su descripción informada por una perspectiva específicamente dramática de los acontecimientos históricos. El efecto ‘ideológico’ de esta perspectiva consiste en la transformación de la historia en espectáculo, desplegando ante los ojos del lector todo el colorido, la intensidad y la fascinación de una producción teatral. Los acontecimientos de una representación histórica deben estar cargados de todas las resonancias míticas que corresponden a las nociones de ‘hado’ y ‘destino’: los personajes deben ser más grandes que la vida —‘heroicos’— o más complejos, más nobles y más interesantes —‘excepcionales’— que la gente común y corriente. (White 471-472)
En este mismo texto, Hayden White observa el vínculo existente entre estos postulados y los de Roland Barthes, al recordar cómo el francés señalaba, ya en el ámbito de la literatura, que el realismo en la narrativa no implicaba una representación, sino la construcción de un espectáculo (472).
A diferencia de Braudel y Barthes, Jaques Le Goff —fundador de la Nueva Historia y tercera generación de los Annales— adopta insumos de la psicología, sociología y etnología para hacer su defensa de la actividad narrativa de los sujetos y las comunidades, en tanto función necesaria en la conformación de la memoria colectiva. Ante la ausencia del acontecimiento que motiva a la información histórica, la narración ocupa el vacío a través del lenguaje, producto social que habilita la comunicación de dicha información y la extiende más allá de nuestros límites físicos. Señala el historiador:
[…] a nivel metafórico pero significativo, la amnesia no es sólo una perturbación en el individuo, sino que determina perturbaciones más o menos graves de la personalidad y, del mismo modo, la ausencia o la pérdida, voluntaria o involuntaria de memoria colectiva en los pueblos y en las naciones, puede determinar perturbaciones graves de la identidad colectiva. (133)
A través de estas propuestas, Le Goff sugiere que la función de la narrativa histórica es, además de ideológica, política:
Apoderarse de la memoria y del olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases, de los grupos, de los individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas; […] la memoria, a la que atañe la historia […], apunta a salvar el pasado sólo para servir al presente y al futuro. Se debe actuar de modo que la memoria colectiva sirva a la liberación, y no a la servidumbre de los hombres. (134)
En un sentido similar se manifiesta el Dictador en Yo el Supremo, que también invita a apropiarse de la memoria para darle significado:
Los memoriones son casi siempre antidotados imbéciles. […] Memoria de loro, de la vaca, del burro. No la memoria sentido, memoria-juicio dueña de una robusta imaginación capaz de engendrar por sí misma los acontecimientos. Los hechos sucedidos cambian continuamente. El hombre de buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada. (97)
Policarpo Patiño, que generalmente representa aquello que el Supremo critica, manifiesta en más de una ocasión que estando “ocupado en formar con cuidado las letras de la manera más uniforme y clara posible” se le “escapa lo que dicen”, y que sólo le resulta más claro lo dicho cuando lo lee una vez “echada la arenilla en la tinta” (131). Ocupado en el registro fosilizado, el amanuense olvida que la historia no muere en el pasado, sino que vive en la memoria y en la dinámica de los signos del presente.

5. Un ejemplo familiar en Yo el Supremo
Hasta el momento, lo que se ha presentado son las manifestaciones teóricas del problema que plantea el Dictador en Yo el Supremo, pero a la hora de dimensionar la totalidad de la propuesta es necesario observar cómo el texto elabora la descripción de los personajes y acontecimientos históricos. A modo de ejemplo ilustrativo, remitiré a una de las menciones que se realizan de una figura que muchos de los presentes reconocerán por su tradicional omnipresencia.
Como se dijo anteriormente, el texto presenta distintas modalidades de escritura; entre ellas aparece la “Circular Perpetua”. Dispuesta como un documento oficial —y por lo tanto comunicación vertical con ocasional tono paternal—, es utilizada por el Supremo para instruir a su pueblo sobre diversos temas, que van desde indicaciones frente a procedimientos gubernamentales hasta la enseñanza de distintos sucesos del pasado. En uno de los segmentos de la Circular, el Supremo realiza juicios de valor sobre la Banda Oriental y su prócer, José Gervasio Artigas. Cito:
Otro chivo-emisario enemigo: La Banda Oriental. Sus bandas de forajidos fueron las que ayudaron a cerrar aún más el bloqueo de la navegación. Tengo aquí bien guardadito a uno de sus principales caporales. José Gervasio Artigas, que se hacía llamar Protector de los Pueblos Libres, amenazaba todos los días con invadir el Paraguay. Arrasarlo a sangre y fuego. Llevarse mi cabeza en una pica. Cuando a su vez fue traicionado por su lugarteniente Ramírez que se alzó con su tropa y su dinero, […], Artigas vino a refugiarse en el Paraguay. […] En una situación como la mía, el más magnánimo de los gobernantes no habría hecho caso de este bárbaro […]. Yo reventé de generosidad. No solamente lo admití a él y al resto de su gente. También gasté libremente centenares de pesos en socorrerlo, mantenerlo, vestirlo, pues llegó desnudo, sin más vestuario ni equipo que una chaqueta colorada y una alforja vacía […]. Yo le di lo que me pidió en la carta que me escribió desde la Tranquera de San Miguel, dentro ya de nuestras fronteras. (184)
En el cierre del segmento, se cita en una nota al pie un pasaje de las Cartas del general Artigas a El Supremo, pidiendo asilo, de 1820, documentación histórica real facilitada por el artificioso Compilador ya mencionado. Allí, la letra de Artigas dice:
Desengañado de las defecciones e ingratitudes de que he sido víctima, le suplico siquiera un monte donde vivir. Así tendré el lauro de haber sabido elegir por mi seguro asilo la mejor y más buena parte de este Continente, la Primera República del Sur, el Paraguay. Idéntica ambición a la suya, Excmo. Señor, la de forjar la independencia de mi país, fue la causa que me llevó a rebelarme, a sostener cruentas luchas […]. Batallar sin tregua que ha insumido tantos años de penurias y sacrificios. Con todo habría continuado defendiendo mis patrióticos propósitos si el germen de la anarquía no hubiera penetrado en la gente que obedecía mis órdenes. Me traicionaron porque no quise vender el rico patrimonio de mis paysanos al precio de la necesidad. (184)
De esta manera, revistiendo al texto históricamente validado con elementos que llaman a la ficción —como son el contexto literario, la voz ficcional del Supremo, sus reflexiones metatextuales o la puesta en pie de página del Compilador—, la legitimidad de la carta es puesta en duda; incluso de ser tomada como propia de Artigas, el contexto recuerda que, siendo escritura, no deja de ser un artificio retórico, y por lo tanto puesta en escena de una supuesta circunstancia vital en palabras. Asimismo, la cita al documento también habilita a reconsiderar al texto ficcional como interpretación ideológica del pasado: siendo la narración aquello que reemplaza a los hechos perdidos en el tiempo, la escritura se plantea oscilante entre lo posible del pensamiento del Supremo y la actual narrativa colectiva paraguaya respecto a su historia y a la de Artigas, figura que en Uruguay, por el contrario, es alzada discursivamente como eminencia fundacional.

6. Consideraciones finales
Yo el Supremo, en su profundidad y compleja arquitectura, libró una “guerra en dos frentes” aún más amplios que los de Febvre y Bloch. Inmerso en un campo intelectual que daba por hecho el efecto mimético de la cientificidad histórica y la caprichosa artificialidad de la escritura literaria, Roa Bastos propone una obra que responde conjuntamente a los órdenes de la reflexión y de la imaginación. Valiéndose de los mismos elementos de los que se valieron los historiadores de los Annales, el autor crea una pieza literaria que arma y desarma un sinfín de estructuras ideológicas, que incluyen tanto las bases generales de la historiografía como los particulares presupuestos históricos y míticos de la comunidad paraguaya. La voz del Supremo, verborragicamente expositiva, esconde en su segura artificialidad la tarea del escritor que, según Roa Bastos, debe ser un haedo, transmisor en su arte el parecer y creer de su comunidad, e intérprete de la moral y el juicio de su pueblo.
Harold Bloom, parafraseando a Oscar Wilde, describió su canon occidental a partir de la “absoluta inutilidad” del arte; Roa Bastos, con otros ojos, apostó al diálogo entre Historia y Literatura, subrayando en el vínculo los fundamentos de nuestros marcos ideológicos, las fibras de nuestra identidad colectiva.


Corpus:
Roa Bastos, Augusto. Yo el Supremo. Prólogo de Milagros Ezquerro. 1983. 10ª ed. Ediciones Cátedra, Madrid, 2017.

Bibliografía
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