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El beso de la mujer araña: la llama doble de una relación en el presidio

Autora: Claudia Mesa


Introducción

A diferencia de sus coetáneos del “Boom” la estrategia narrativa de Puig radica esencialmente en silenciar la voz enunciativa del texto para dar vida a personajes marginales; su escritura se distingue por la ruptura con el modelo hegemónico de creación artística: es una literatura no-canonizada que se vale de lo popular para crear su mundo ficcional, y reconoce sobre todo el potencial de expresión erótica que el cine posee como espectáculo de masas. En El Beso de la mujer araña (1976) esa falta de autoridad, esa ausencia de una voz de autor que explícitamente se haga cargo de la historia que se nos presenta, genera que la categoría de narrador quede relegada a un segundo plano, evidenciando superlativamente la experiencia carcelaria de Molina y Arregui, los dos protagonistas de la novela.
Desde el principio, el carácter esquivo y la resistencia que denota la obra se refleja en la posibilidad que nos otorga a los lectores de contemplar cómo, un militante revolucionario de izquierda y el devenir mujer de un homosexual, pasan de la distancia al intercambio de rol, del erotismo al amor, en el transcurso de su estadía en una misma celda. Por lo tanto, lo que nos interesa en el presente trabajo es poder trazar un recorrido que muestre con claridad “la transfiguración de la sexualidad” que Manuel Puig realiza para brindarnos a los lectores una historia que trasciende la mera lucha entre opuestos.
Como señalamos anteriormente, los protagonistas de El beso… entablan una relación que se afianza paulatinamente a través de un constante diálogo, una horizontalidad comunicativa que en su nivel básico trasunta libertad, aunque paradójicamente se encuentren dentro de un reclusorio. Al respecto Julia Romero explica que, “leer y contar la historia como un melodrama es representar el imaginario de la imposibilidad, el sentimentalismo de los excluidos y junto a él una visión crítica de su reproducción” (312). Así, en el habla directa de ambos, lo que ocurre es un espacio de revelación en donde el cine se vuelve una herramienta para acercar los marcados antagonismos entre la guerrilla urbana y la homosexualidad. En base al uso de lo paraliterario se iluminan los rasgos distintivos de cada personaje, y al mismo tiempo se eliminan ciertas categorías de carácter punitivo que la sociedad hace primar a la hora de juzgar a los individuos, generando la posibilidad de un vínculo afectivo que en los hechos, fuera del calabozo, no tenía perspectivas de originarse.
Al respecto, Roberto Echavarren (2010) señala que hay en la figura de la “loca” que encarna Molina, cierto anacronismo con respecto al contexto rioplatense en el que ya podían encontrarse figuras alternativas o contrastantes como el gay hippie, el supermacho, o el andrógino rockero, lo que explicaría, desde su punto de vista, un deseo del autor de establecer oposiciones entre lo femenino y masculino, para deslizar a partir de una metamorfosis de los polos una postura crítica actual hacia la discriminación del homosexual que realizaban los movimientos guerrilleros argentinos de la época (Arte andrógino 150). Coincidimos en el planteo porque reconocemos la existencia de una comunión entre las distintas liberaciones que representan Molina y Arregui, cierta intencionalidad de trabajar lo que Freud denominó “impulso sexual líbido”, ese deseo específico que posee un individuo hacia otro (sea de distinto sexo o aparente serlo) y que lo lleva a la consumación del acto sexual influenciado por el erotismo, donde no sin pesar, logra reconocer a veces el significado del amor.

El erotismo como una máscara fantasmal
Explica Octavio Paz en su ensayo La llama doble: Amor y erotismo (1993), que no es extraño que se produzca en nosotros una extraña confusión entre lo que es el sexo, el erotismo y el amor, pues, los tres constituyen aspectos de un mismo fenómeno, son parte de la vida misma: El sexo sería la fuente primordial, el núcleo de una geometría pasional de la que emana una “doble llama”  constituida por el amor y el erotismo como derivaciones del instinto sexual (13). En consonancia con este planteo, tanto Molina como Arregui poseen un sexo que siempre es el mismo (sexo masculino), pero algo los distingue del resto de los componentes del mundo animal, son humanos y como tales ellos no disponen de “una regulación fisiológica y automática de su sexualidad” (16). “Perdón pero acordate de lo que te dije, no hagas descripciones eróticas. Sabes que no conviene” (8) dice Valentín Areguí interrumpiendo el mundo de fantasías de su compañero de celda, y es que para activista político lo importante es seguir su plan de lucha más que vivir el momento: “Mientras dure la lucha, que durará tal vez toda mi vida, no me conviene cultivar los placeres de los sentidos, ¿te das cuenta?, porque son, de verdad, secundarios para mí. El gran placer es otro, el de saber que estoy al de lo más noble, que es… bueno… todas mis ideas…” (28).
De acuerdo con Paz (1993), el erotismo implica siempre deseo sexual y algo más, su carácter complejo es parte de la dominación social del instinto. ¿Qué significa esto? Pues bien, según este autor, la base del erotismo es animal  y  por ende instintiva, el acto erótico no se agota en la simple perpetuación de la especie, hay una frontera entre la naturaleza y la sociedad que está afirmada sobre un complicado y sutil sistema de “prohibiciones, reglas y estímulos” (18) que sirven para impedir que “la marea sexual sumerja el edificio social” (20). Lo dicho resulta clave para comprender que sin una otredad no hay posibilidad erótica, la sexualidad levanta una llama roja que descansa en una suerte de socialización en donde el sujeto necesita, al menos, de la presencia de un objeto, así este sea una elaboración mental, ya que, “nada real nos rodea excepto nuestros fantasmas” (Un más allá 25)
Como vemos, el acto erótico admite la variación, es decir, si bien necesita de la intervención de lo plural para concretarse, no necesariamente requiere de la presencia de hombres reales, admite el poder de la fantasía y con ello también la creación de entes imaginarios impulsados por el deseo. Este sentido, la novela de Puig nos proporciona múltiples ejemplos de lo que podríamos denominar figuras de “invención erótica”, más concretamente, hologramas de una mujer “abyecta”, una mujer de la que es imposible abstenerse, que se vuelve obsesión cuando se la rechaza y atracción irrefrenable cuanto más miedo infunde. Como ejemplo, basta la siguiente descripción que nos ofrece la obra sobre Irena, la primera de las heroínas de película que Molina recrea:

A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas. Parece muy joven, de unos veinticinco años cuanto más, una carita un poco de gata, la nariz chica, respingada, el corte de cara es… más redondo que ovalado, la frente ancha, los cachetes también grandes pero que después se van para abajo en punta, como los gatos” (7)

El fragmento citado es la primera de las intervenciones que el texto nos presenta, Aparece como apertura del diálogo que ambos presos mantienen, y resulta de importancia, no solo porque encontramos en él a una mujer que “no es como todas”, que está animalizada; sino porque el discurso en estilo directo nos impide saber quién está hablando, e incluso quien está escuchando para intervenir luego. Desde aquí lo indefinido se vuelve una constante del texto y solo después de seguir atentamente la alternancia de voces, conocemos a los enunciantes, su contexto, y sobre todo sus sueños. Señalamos esto, porque hay presente un juego de proyecciones, que posibilitan a los personajes salir de sí mismos, identificándose y alejándose de las invenciones eróticas que pueblan sus charlas. Parafraseando a Paz, el reflejo de la mirada humana en el espejo de la naturaleza, y por ende, el sentido creador de dicha imitación es la metáfora que permite que el hombre sin dejar de ser hombre, se porte como león (Un más allá 24-25).
De este modo, en  El Beso… las narraciones de películas que Molina realiza para entretener a Valentín, se convierten en un enlace pertinente para el armado de presencias misteriosas con una fuerte carga sexual. Esto, claro está, le sirve al personaje como una forma de negar el determinismo del sexo, ese ideal regulatorio que se ha materializado con el tiempo para subscribirlo a algo que no desea ser y por lo que no quiere ser definido. Precisamente, Judith Butler (2002) especifica que, “el sexo es parte de una práctica reguladora que produce los cuerpos que gobierna, es decir, cuya fuerza reguladora se manifiesta como una especie de poder productivo, el poder de producir -demarcar, circunscribir, diferenciar los cuerpos que controla” (18), ciertamente, Molina no escapa de esta materialización, él ha sido permeado en base a ella y como consecuencia se siente identificado con la mujer aunque esto no implique una concordancia entre sexo físico y género psíquico: “Yo y mis amigas somos mu-jer. […] Nosotras somos mujeres normales que nos acostamos con hombres” (185).


Las creaciones que inflaman a la “doble llama”

Sin dudas, las transfiguraciones de la imaginación pueden regresar a los sujetos a la inocencia de lo bestial. A modo de ejemplo, tenemos los paralelismos que establecen los dos presidiarios con los personajes de la película Cat People (1942) en su nueva reversión. Por  un lado Molina ante la pregunta de su compañero “¿Con quién te identificas?, ¿con Irena o con la arquitecta?” (21), contesta: “Con Irena, qué te crees. Es la protagonista, pedazo de pavo. Yo siempre con la heroína” (21), por el otro; Arregui asegura ante la misma interrogante: “Reíte. Con el Psicoanalista. Pero nada de burlas, yo te respeté tu elección, sin comentarios” (21). En cierto modo, ellos se reconocen dentro de una relación paciente – especialista, lo que convierte a Irena -la mujer-pantera- en una revelación del inconsciente de Molina que su compañero de cela debe interpretar, una  proyección que tendería un puente entre el ver y creer, y que permitiría que la imaginación cobrara cuerpo y los cuerpos se vivieran imágenes (La llama 10)
Pero el repertorio no acaba, continúa numerosas veces hasta el final. En el juego de la seducción, Molina tomando el lugar del narrador borrado por Puig, hace nacer con la palabra “la fuerza expropiada por la sociedad” (Un más allá 19). Una imagen erótica en constante mutación, que “imita la complejidad de la sexualidad animal” (Un más allá  24). Entonces, lo imaginario se vuelve concreto y trastoca lo que está en el aquí y ahora de la celda, cobra vida en representantaciones de femme fatale o vampiresa, es decir, prototipos de mujeres que en profundas miradas y curvas lascivas, logran seducir al hombre hasta convertirlo en presa de sus encantos sobrenaturales, para mostrar en espejo al hombre que se siente mujer y también quiere enredar, o en otras palabras, ser deseado y amado.
La vampiresa de Hollywood no fue la primera en salir en las pantallas, pero sí fue un mito revestido de mucha sexualidad, en donde la femineidad mezclada con lo antinatural generó una criatura capaz de absorber las energías del sexo opuesto.  Irena –la mujer pantera del primer film- es fiel representante de ese prototipo que ha invitado a la ensoñación lujuriosa desde hace décadas sin perder su vigencia, ella al igual que Drácula proviene de Transilvania, y está revestida de la belleza exótica de aquello que no puede clasificarse porque está al margen de los géneros. Por eso no es casual que Molina se identifique con ella, él también está inmerso en “el mundo que tiene dentro” (El beso 7), entre la realidad y sus sueños:

-Todos igual, me vienen con lo mismo, ¡siempre!
-¿Qué?
-Que de chico me mimaron demasiado, y por eso soy así, que me quedé  pegado a las polleras de mi mamá y soy así, pero que siempre se puede uno enderezar, y que lo que me conviene es una mujer, porque la mujer es lo mejor que hay.
-¿Te dicen eso?
-Sí, y eso les contesto… ¡regio!, de acuerdo!, ya que las mujeres son lo mejor que hay… yo quiero ser mujer. Así que ahórrame de escuchar consejos, porque yo sé lo que me pasa y lo tengo todo clarísimo en la cabeza. (El beso 17)

Sobre este asunto, una cosa resulta curiosa, y es que las protagonistas de las películas que Molina abiertamente dice que le gustan son en su trasfondo como la mujer-araña con la que Valentín le define al final justo después de negarse ante el pedido de un beso. Para ponerlo en claro: En la obra Molina resulta ser alegóricamente la mujer-pantera, sin embargo ella le asusta porque representa la imposibilidad de besar, de ser amada por libre y espontanea voluntad, por eso cuando deviene en cantante francesa, no abandona su terrorífica y atractiva animalidad, pero es más que nada una mujer-araña, la “viuda negra” que cuelga al revés de su tela, extiende sus dominios a todos lados y en la oscuridad espera a que su presa venga:

ella está en lo alto del escenario y de repente a los pies de ella como un rayo se enciende una línea recta de luz, y va dando pasaos para abajo y a cada paso, ¡paf! Una línea más de luz, y al final queda todo el escenario atravesado de estas líneas […] Y en un palco hay un alemán joven, no tan joven como el teniente del principio, pero buen mozo también (47).

En definitiva, Molina en su cabeza no es un simple decorador de vidrieras encerrado en una cárcel por corromper menores gracias a su declarada homosexualidad, él es una heroína de película, es la star transgresora del cine que le encandiló y mucho más: es la rara mujer que viene de las montañas de Transilvania a estudiar bellas artes a Budapest y que se trastoca en pantera, es la francesa morena que canta en un club nocturno y participa del movimiento de Resistencia al ejército nazi en la Segunda Guerra Mundial, es la “sirvienta fea” que gracias a sus cualidades interiores es capaz de volverse hermosa ante los ojos del amor, es la zombi que siendo un “cuerpo sin alma” frente a los demás es capaz de revelarse ante la autoridad que la controla para morir con heroicidad, es la celebridad venida a menos que vende su cuerpo para sustentar a su amado enfermo; en fin… es lo indefinido, muchas mujeres y una sola en particular, porque en esa constante metamorfosis, el erotismo que está en lo múltiple sostiene y alza la llama azul y trémula del amor. Así, “la mujer-araña que atrapa a los hombres en su tela” (237) que ha muerto, es también la salvadora que señala un camino en la selva para ofrecer un sinfín de alimentos en el delirio-sueño de Valentín, esa que a modo de consuelo le dice: “vivo dentro de tu pensamiento y así te voy a acompañar siempre, nunca vas a estar solo” (257).

La tragedia del encanto femenino

Claramente, cuando Molina utiliza la narración cinematográfica, decide cómo contar y qué modificar de aquello que toma como referencia porque con ello encuentra sitio para configurar la mujer que desearía ser para los demás. Cada figura que Molina moldea es una forma impersonal de carácter popular, de esas que pueblan el inconsciente colectivo de los hombres, y que brillan sobre todo por ser corporeidad que contrasta audazmente con la realidad pero, más que nada, de esas que se vuelven objeto sexual. Solo en el ámbito de un mundo espectacular que conquista a la sociedad, Molina puede caminar en libertad y evadir su realidad: “para mí la película es lo que me importa porque total mientras estoy acá encerrado no puedo hacer otra cosa que pensar en cosas lindas, para no volverme loco” (70) “[…] ¿para qué me voy a despertar más todavía? ¿querés que me vuelva loco? Porque loca ya soy” (70) comunica a su interlocutor.  Allí, en un contexto privado e íntimo pero cerrado a la vida terrenal, un torrente inagotable de mitos femeninos resulta ser un hilo vital que sostiene la cordura. En él se teje lo fantasioso sobre la condena social y la privación, y paradójicamente, se despunta una oportunidad de felicidad, pues, en la tela de ficciones que le ponen como figura central; cada beso es vida y anticipo de tragedia. Él sabe que fuera de los límites del establecimiento carcelario, ser quien es lo vuelve blanco de lo inquisitorial, no obstante, entiende también que lo invisible ante los ojos del prejuicio, aunque le obliga a estar fuera de las candilejas, le proporciona una corta pero verdadera felicidad, pues, antes que nada,  toda mujer fatal, debe morir para que sobreviva aquel a quien pone en peligro. Tal como explica Mireille Dottin – Orsini (1996):
es la mujer fatal-al hombre, que encarna el destino de la humanidad masculina sacrificada en el altar de la Especie. Espera su presa en la sombra, con una tranquilidad propiamente divina. Da la muerte, pero también es mostrada como cadáver viviente, carroña repulsiva. La fatalidad la mueve, aparece como el instrumento de de fuerzas que la superan y al que no hace sino prestarles, durante un tiempo, su cuerpo: concepción mitológica que, en el mismo momento, permite afirmar su estupidez de pura materia, de marioneta insensible y manipulada. (17)

En efecto, tal como advierte Néstor Perlonghher con respecto a la “capacidad capturante” del sexo femenino: la idea de “aracnidad” del homosexual Molina reposa no en las cualidades fisiológicas, sino en la encarnación de cierta seducción final (y femenina) en un cuerpo anatómicamente masculino, cuya femineidad es hija de un deseo y huye, hasta cierto punto, del destino “natural” de los cuerpos físicos” (“Molina y Valentín: el sexo de la araña” 3).  Molina es peligro y es al mismo tiempo inocencia, “necesita siempre al otro y en esto consiste su condenación: depende de su objeto y es el esclavo de su víctima” (La llama 24), pone en peligro la imagen del revolucionario adusto que Arregui ha encarnado durante toda su vida fuera de la celda, y como expresiva plástica del erotismo, se asemeja a la imagen del súcubo que aspira apropiarse de la voluntad de los hombres.
Por todo eso, simplemente no hay futuro posible para él y su amor, porque como dice Octavio Paz (1981): “el otro es nuestro doble, el otro es el fantasma inventado por nuestro deseo. Nuestro doble: es otro y ese otro, por siempre y para siempre otro, nos niega: está más allá, jamás logramos poseerlo del todo, perpetuamente ajeno” (230). Reconocer a Valentín como otro es reconocer su libertad sabiendo que en la semejanza también hay irreductibles diferencias. Para explicarlo mejor, amar y ser amado es un privilegio, el amor incluso el más intenso y sincero, tiene siempre algo trágico, un cúmulo de interposiciones u obstáculos a los que enfrentarse. Molina y Arregui no son la excepción al mecanismo universal, ellos deberán lidiar con una separación, pero, algo de su experiencia común permanece más allá de las barreras: la “doble llama” que ha sustentado una relación erótico-amorosa poderosa, ha posibilitado la vivencia pura de un amor realizado, y esa experiencia por corta que haya sido, es capaz de salir victoriosa ante la fatalidad del destino, ante el alejamiento de los cuerpos e incluso ante el fin de la existencia de uno de ellos.
Indudablemente, la muerte es un límite infranqueable para los cuerpos, pero el amor va más allá que la presencia física, es un sentimiento que no se puede ver o tocar, y sin embargo se encuentra latente en cada individuo. De algún modo la vida de Molina es un cliché del cine ampliamente difundido que delata su condición de marginal: “la maldición del homosexual parece ser la muerte prematura, gastado y golpeado por contundentes imprevistos o más bien por previsibles y desfavorables circunstancias y condiciones que lo debilitan: homofobia, soledad” (Género y géneros” 458), y sin embargo, en este caso, también implica una ruptura de los convencionalismos impuestos por la sociedad, porque la muerte no niega el acercamiento entre la revolución y la homosexualidad: el amor es amor entre sujetos que sienten y nada más, lo demás es falacia, un dogmatismo que impone miradas presentándose como única verdad. Cuando se ama se va hacia el extremo de la rebelión erótica, el objeto de deseo sexual deviene en persona, en un “un compuesto de alma y cuerpo” (El Ogro 231) que es reflejo y negación al mismo tiempo, un ser que no paseemos pero dotamos de afecto y queremos acercar. 

Uniendo las disidencias

Claramente lo que le interesaba a Puig era proporcionar los estereotipos fijos que la cultura del Orden imperante en la Argentina quería reprimir para luego desconstruirlos por medio de la carga erótica y política, advirtiéndonos que las naturalezas dobles son parte de la contradicción que es el hombre en su totalidad: en él perviven siempre “el abrazo de realidades opuestas” (La llama 10) y el “deseo, padre de la fantasía” (La llama 15) en búsqueda de una eterna “sed de completud” que no es otra cosa que el amor (La llama 126). Así, la distancia ideológica va cediendo permeada por la confianza hasta difuminar las diferencias, porque en definitiva la piedad hace que se superen los prejuicios que la coerción de una sociedad represora impone sobre los individuos. No existe hombre que pueda escapar de las redes del erotismo, por consiguiente; tampoco existe la imposibilidad del amor, todo pasa por derribar las presunciones que hacen que los términos “heterosexual” y “homosexual” sean considerados como una definición de identidad tal y como el propio escritor reflexiona en el artículo “El error gay” incluido en la revista El porteño en septiembre de 1990 cuando manifiesta:

La homosexualidad  no existe. Es una proyección de la mente reaccionaria. […] estoy convencido de que el sexo carece absolutamente de significado moral, trascendente. Aún más, el sexo es la inocencia misma; es un juego inventado por la Creación  para darle alegría a la gente. Pero solamente eso: un juego, una actividad de la vida vegetativa como dormir o comer, tan importante como esas funciones, pero igualmente carente de peso moral. Los homosexuales no existen. Existen personas que practican actos sexuales con sujetos de su mismo sexo, pero este hecho no debería definirlos porque carece de significado. (32)
Consecuentemente entonces, en el movimiento hacia la intensidad, los cuerpos luchan contra las asignaciones y pretensiones epocales, contra el poder que las iguala y totaliza, según criterios dogmáticos, buscando alcanzar la libertad de ser sin moldes preestablecidos, es decir, sin la convención arbitraria de los roles de género, pues, en “las grietas de un biombo constituido por la narración de películas” (Montaje 79) se erige la aspiración de una “reciprocidad libremente otorgada” (La llama 124), la instancia autocrítica hacia la estructura social que encorseta el sentir de los individuos:

en todos los filmes está presente el planteo gótico de la identidad distorsionada y la doble naturaleza, la creación de una atmósfera de extrañeza que cuestionan la noción de normalidad; la marca, el secreto, la traición enhebran aquellas "puntadas ocultas" que escanden las claves de la intimidad histórica, un relato desplazado, el enfrentamiento con el orden estatal. (Romero, “Manuel Puig: del delito de la escritura al error gay” 309)




Bibliografía:

Puig, Manuel. El beso de la mujer araña.1976, Edición Crítica, José Amícola y Jorge Panesi, coordinadores. Colección Archivos.  ALLCA XX, Madrid,  2002.
---. "El error gay". El porteño, Buenos Aires, septiembre 1990, pp. 32-33.
Butler, Judith. Cuerpos que importan: Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Paidós, Buenos Aires, 2002.  
Dottin- Orsini, Mireille.  La mujer fatal (según ellos): Textos e imágenes de la misoginia de fin de siglo. Ediciones de la flor, Buenos Aires, 1996.
Echavarren, Roberto y Enrique Giordano. Manuel Puig: Montaje y alteridad del sujeto. Monografías del Maiten, Santiago de Chile, 1986.
Echavarren, Roberto. “Género y géneros”.  El beso de la mujer araña. Edición Crítica, José Amícola y Jorge Panesi coordinadores. Colección Archivos. ALLCA XX, Madrid,  2002, pp. 456-471.
---. Fuera de género: Criaturas de la invención erótica. Losada, Buenos Aires, 2007.
---. Arte andrógino. Estilo vs. Moda. Casa editorial HUM, Montevideo, 2010.
Paz, Octavio. “La mesa y el lecho”. El ogro filantrópico. Seix Barral, Barcelona, 1981, pp. 212 – 234.
---. La llama doble: amor y erotismo. Editorial Seix Barral, Barcelona, 1993.
---.Un más allá erótico: Sade. Tercer mundo editores, Bogotá, 1994.
Perlonghher, Néstor. “Molina y Valentín: el sexo de la araña”. Tiempo Argentino, Buenos Aires, 29 junio 1986, Cuaderno ‘Cultura’, pp. 3-4.

Romero, Julia. “Manuel Puig: del delito de la escritura al error gay.” Revista iberoamericana 65/ 187, (1999): 305-325.


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