o ¿de qué se habla cuando se dice canon y se piensa en la transgresión?
Clásico
/…/ es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas
razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.
Jorge L. Borges
Esta
es la caja que representa bien la idea de ese “algo” que ya es por sí mismo
anticipadamente sustantivo al margen de cualquier “que” determinado. Esta caja
no está motivada por la existencia o prefiguración de un objeto concreto que la
llene; sino que es ella misma el punto de partida; el impulso activo que
promueva la producción de un objeto cualquiera destinado a llenarlo
justificando a esta tan solo por la mera función de satisfacer la demanda de
llenar la caja. Ahora, en fin, parece que vivimos en un mundo en que no son las
cosas las que necesitan cajas, sino las cajas las que se anticipan a urgir la
producción de cosas que las llenen.
Rafael Sánchez Ferlosio
Todo
―o casi todo― está librado al azar, que en esta historia tiene el nombre de
editoriales. Un capricho, o una manía, o un sectarismo, han obrado a veces
decisivamente al lanzar a un autor a ancha publicidad, o al escamotear la obra
o trascendencia de otros. Lo que impone ―y anoto como rasgo final― la frecuente
coexistencia de orientaciones antagónicas, cuya conflictualidad casi nadie ve y
que se instalan así, cómodamente, en la incoherencia mental del hombre medio.
Carlos Real de Azúa
(Eugenio
d’Ors es) autor de una frase que suelo citar en repuesta a quienes buscan la
originalidad a toda costa: Todo lo que no
es tradición es plagio. Siempre me ha parecido que había en esta paradoja
una profunda verdad.
Luis Buñuel
1
Esta ponencia podría limitarse
a presentar un infrecuente que sorprendiera: ese autor que fue pasado por alto
o no llamó la atención de los detentores de la publicación e inventores de la
realidad cultural, un gran artista secreto o mínimo, sin amigos ni amores, que
no llegó a tiempo siquiera para engrosar las enciclopedias de lo inmediato,
circunstancial y baladí, el que no se menciona siquiera en internet.
Sin embargo, yo me
pregunto ¿es posible encontrar el grado cero, ese lugar incontaminado desde el
cual la palabra canon hable con la claridad y contundencia de los días de Adán?
Veo cánones por todas partes, la vida me parece que está llena de ellos (las
listas son una viejísima moda): héroes, cineastas, zapatillas deportivas,
cocineros, futbolistas, comercios… Y no solo van por oficios y actitudes. Hay
cánones occidentales y los hay orientales, también los hay por países y por
sexos. Y no muy lejos se dejan ver entre brumas otras curiosas tipologías que Borges
atribuye a John Wilkins[1] y
las llama arbitrarias.
[aquella donde los animales pueden
ser lechones, perros sueltos o los que de lejos parecen moscas…]
Canon, transgresión,
infrecuente, novedoso, innovador son conceptos aceptados, privilegiados en
general en estos días, sin que se los someta a discusión.
Parto del convencimiento
de que hay en todo esto una puesta en escena de las ideas, una especie de
representación teatral (muestrario impostado o quizá falso) para exponer
asuntos de actualidad. Es mi intención reflexionar sobre estos conceptos que se
ofrecen en una apariencia transparente y totalizadora, pero cuya realidad y
peso son variados y discutibles, y su valor, circunstancial.
El territorio que va del
canon a la transgresión es una franja demasiado ancha que discurre entre el
signo y el garabato, según la idea así conceptualizada por Octavio Paz, y no
permite un cambio fácil, inmediato en la dirección o rango, a riesgo de un
deslizamiento hacia la nada (la no significación, la insignificancia). El canon
(el signo que ya es) dice descifrar una verdad, un valor reconocido y
reconocible y el garabato, que podría ser entendido como transgresión
prometedora, remite a lo indescifrable.
No es posible decir algo
nuevo sobre el tema, la cita es inevitable. Dice Ortega: No hay, en mi opinión, pedagogía sin clásicos, como no hay iniciación
en la virtud sin santos[2]. Harold Bloom actualiza la cuestión en El
canon occidental[3], y
marca ciertos elementos espurios en las controversias. Son casi siempre
argumentaciones pobres, parciales y contaminadas (valoraciones sexistas,
racistas, éticas, etc.) de carácter moral o ideológico que derivan hacia otras
materias, no exentas de interés (y que muchas veces exigen justicia), pero de
un orden diferente. El libro de Bloom ofrece, sin duda, una gran ventaja
respecto a otros porque nombra (ahí es nada) a los autores que componen su
canon.
Cualquier profesor de
literatura, ministerio de educación o crítico de turno incluirá en su canon a
Shakespeare, no olvidará a Cervantes[4],
tampoco Dante, pero ¿y Vallejo, por ejemplo? ¿Camus, Cunqueiro, Álvaro
Figueredo también integrarán esos cánones? Unos dirán que sí y otros que no.
Por eso la lista de Bloom es de un valor inestimable (aunque no se concuerde
con todos los nombres[5])
para un tema en el que todos parecen saber los componentes, pero nadie propone
sus nombres (de hacerlo saltaría, sin duda, otra controversia surgida de sus
diferencias).
En la medida en que se
amplía, el canon se desvaloriza de manera objetiva; hay que entender la
ampliación total como su desaparición[6].
2
Es importante saber de qué se habla cuando
se dice canon y se piensa en la transgresión. La transgresión (transgredir es quebrantar, violar un precepto, ley o estatuto, según
la RAE) no indica simplemente la rotura de normas
establecidas (como en los denominados delitos), sino que deja entrever una
acción que es inicio de algo nuevo, distinto. Pero en este tipo de transgresión
el conocimiento previo es fundamental, quiero decir que se parte de lo que está
hecho y, en una medida grande, canonizado. Digo que nadie escribe un poema sin
haber leído varios, nadie concibe un drama, una novela, sin haber visto otros.
La forma no se inventa, se aprende y (si se puede) se modifica.
La transgresión en materia artística
lleva directamente al otro extremo del orden de valores estatuido por la
cultura occidental, por lo menos desde el Renacimiento a esta parte. Se
muestra, sin embargo, este mecanismo
como un elemento fundamental para entender los cambios que se han ido dando
desde la recuperación del clasicismo grecolatino.
Siempre han existido, por
fortuna (y probablemente por ley y necesidad), la reacción, la corrección, la
novedad, actitudes que pueden resolverse o convertirse en transgresión una vez
que rompen hábitos, normas, y se instalan en otra actualidad, en una forma
nueva de decir o de expresión.
El siglo XX se ha
iniciado en un verdadero desacato que venía mostrando las orejas décadas atrás.
Esta insubordinación tuvo lugar antes que nada en el campo de la lírica, en
donde pueden encontrarse referencias tan determinantes como Baudelaire[7] [que,
curiosamente, no está el canon de Bloom], Rimbaud o Whitman, por citar
algunas destacadas.
Pero la transgresión
sobreentiende un statu quo donde el
poder es casi omnímodo, por lo que el cambio entraña un riesgo grande, si
entendemos que este poder se efectúa desde “el enorme caldo homogéneo que
impone el círculo (vicioso) de la información que circula de forma circular”[8], en
palabras de Bourdieu, y lleva a la banalización y al comercio imponiendo el “fast food cultural, alimento cultural
predigerido”[9].
Hay un cierto exceso de argumentos, hoy se discute todo (no el todo) sin el uso
de razonamientos de peso o siquiera interesantes; se siente mucho y se piensa
poco. Si se busca el porqué de los nichos literarios ocupados desde antaño por
una larga lista de autores en programas de enseñanza, libros, enciclopedias (el
porqué del canon), hay muchas probabilidades de confusión y dudas. Desde este
punto de vista la transgresión/innovación se convierte en una experiencia
peligrosa, al tiempo que interesante y hasta imprescindible para rodar el canon
y sacudirlo, cambiarlo o ampliarlo.
El poder del que hablo
puede estar detentado por las mismas instituciones. Con agudeza y no poca
acritud, Rafael Sánchez Ferlosio escribe sobre la necesidad de ejecutoria que
tienen los organismos públicos dedicados a la Cultura, y comenzando por el
Ministerio en cuestión. Habla entonces de cajas vacías cuando se refiere a los
numerosos ejercicios públicos (festivales, publicaciones, concursos y otro
montón de actividades llamadas culturales) ejecutados anticipadamente en el
papel según unas supuestas necesidades y expectativas que pesan sobre la institución
(y espera con ansia el destinatario) que, imitando a la Fortuna, reparte
espacios, publicidad y dinero. La metáfora pretende mostrar la amplitud
administrativa y política que el asunto adquiere y tramita, una vez que se
aboca a la creación, el abastecimiento y la universalización de la cultura. Las
cajas vacías son las operaciones necesarias para el mantenimiento del statu quo. ¿Cien? ¿Quinientas? ¿Mil por
año? El continente (la caja vacía) preexiste, el contenido puede variar:
espectáculos multitudinarios o reducidos a salas homologadas, pero todo
decidido (prescrito) desde unas instancias hasta cierto punto ciegas, oscuras y
rayanas en el anonimato.
Pero, aunque pueda haber
alguien que lo dude, el statu quo no
lo determina nadie, lo promueve e impulsa el todo, una red compleja en la que
todos figuran, pero nadie tiene un papel determinante; todos actúan, pero nadie
define ninguna cosa.
3
Si no pareciera un
contrasentido (y un imposible), se podría hacer con la transgresión lo que con
los bosques, y así gestionarla siguiendo razonables criterios de
sostenibilidad.
Pero se ven más
problemas. A partir del derrumbe o derribo de la poesía de las sílabas cuntadas [como le gustaba
decir a Gonzalo de Berceo], por ejemplo, se despiertan y desarrollan
otros valores que, más allá o más acá de la literatura, incluyen aspiraciones
diversas y democráticas de ampliación ilimitada donde las nuevas voces (escrituras),
surgidas a espaldas de un antiguo canon de(s)preciado, pueden resultar
asfixiadas o simplemente pasar desapercibidas. La actividad literaria se vuelve
entonces un ejercicio libre, urgido únicamente por la necesidad de unas líneas
más o menos hábiles y coherentes de sustentación.
Según Barthes, el haikú
dice a Occidente:
/…/ tenéis
derecho a ser fútiles, cortos, ordinarios, encerrad lo que veis, lo que sentís
en un tenue horizonte de palabras y os parecerá interesante; tenéis derecho a
fundar por vosotros mismos (y a partir de vosotros mismos) vuestra propia
relevancia; vuestra frase, cualquiera que fuere, enunciará una lección,
liberará un símbolo, seréis profundos; con el menor costo vuestra escritura
estará llena.[10]
De esta manera se
evidencia que el breve decir puede esconder la superchería, una vez que la
sencillez y ese llamado al código general de los sentimientos (marcado por lo
difuso, lo inefable, lo sensible) parece otorgar por sí mismo validez al
discurso. El haikú puede ser mal entendido porque “no es un pensamiento rico
reducido a una forma breve sino un acontecimiento breve que encuentra de golpe
su forma justa”, aclara Barthes.
En literatura (como en
otros ámbitos de la realidad) son posibles los comentarios y las conclusiones
respecto a cualquier tipo de texto, aunque estos no tienen por qué ser útiles
de necesidad, ni tienen por qué valorar el elemento comentado (que puede ser la
lista de la compra o una esquela mortuoria). Tampoco es necesario que propongan
la adscripción inmediata del material analizado al canon en cuestión. Solo
Isadora Duncan, y tal vez Gene Kelly, eran capaces de bailar un sillón.
Son muchos los
instrumentos que permiten evaluar la utilidad (probablemente infinita) de los
datos de un texto, pero no es la literatura (ni la crítica literaria) quien más
se beneficia de ellos.
Hay, a mi parecer, un haz
de preguntas de necesidad y rigor:
¿Qué creadores,
movimientos o escuelas han dejado su impronta en la creación literaria de las
últimas décadas?
¿Está el arte, antes que
nada, ligado a la transgresión o se trata solamente de una manera, un enfoque?
¿Funciona la transgresión
independientemente, aislada diría, de las maneras tradicionales, canónicas, de
crear?
Esas presunciones de
sentido, esas formas que el autor produce y el mundo llena ¿quién puede
fijarlas, darles un significado seguro? ¿Quizá el tiempo?, se pregunta Barthes.
En esa circularidad infinita de los lenguajes, su infinito vicioso, “la
radiofonía interior que emana continuamente en nosotros, hasta en nuestro sueño”[11],
la interpretación resulta una aventura con final previsible.
La literatura da un paso
crucial desde el realismo a las maneras fragmentarias, caóticas o gratuitas; la
acción ya no se presenta como objetiva y externa, sino que es más bien una caída
en el interior de un yo semidesconocido o ignorado; la aventura se interioriza
y actúa como un mælstrom que se desliza hacia un centro nuevo, perdido en
oscuridades ignotas. En ocasiones plantea una paradoja más o menos artificiosa,
como ocurre en el caso del cuento de Mario Levrero La calle de los mendigos, en donde el protagonista narrador, luego
de haberse introducido en un encendedor que no enciende, acaba por arribar a
una calle miserable. Más que ir contra el canon, se trata de un viraje o,
quizá, un simple cambio de dirección. Ahora se muestran paisajes interiores,
mundos a menudo rotos, llenos de costuras y remiendos. Para llegar a ellos se
hace necesaria una técnica amplia y unas habilidades grandes. Estos mundos ya
entraron en el canon[12].
La cuestión planteada no se resuelve con la pintada aquella del 68: “Plus de Maîtres” [que deseaba
acabar con la escuela], más bien se reaviva y complica.
4
La frecuencia (la
infrecuencia) de los autores en el escaparate (la tienda o el programa de
literatura de 5º año, por ejemplo) se debe sin duda a más de un factor. No se
trata del más vendido ni del nacional ni del curioso ni del implicado ni del
fundador ni del comunista ni del fantasioso ni del publicitado. Pero todos
estos elementos (y otros) forman parte del complicado juego que lleva a un
autor a unas ceremonias y a unos cursos oficiales.
Yo daría mi lista (mi
canon) al respecto y no valdría más que para mí y algún otro. Las elecciones de
estos materiales son claves en materia educativa y a lo mejor hay que hacer un
ejercicio contrario al habitual, que es empezar por el final: ¿qué se pretende
con la enseñanza de tal o cual autor, de tal o cual libro? La respuesta no
elude la cuestión de su utopía, como le llama Barthes. Y ese parece ser un
trabajo para especialistas que requerirán modelos (listas, cánones).
Con la inclusión se presupone
la exclusión, concepto no menos absurdo. El razonamiento es el siguiente: quizá
no esté en el lugar que merece o donde yo quisiera ponerlo, pero existe, por lo
tanto, está. El orden (y el canon) es lo que se debe reflexionar, no el orden
natural de lo que es per se, que
puede sorprender en ocasiones, pero cuya verdad acaba imponiéndose.
¿Qué estrategia, no
puesta en práctica todavía, podría popularizar a los desconocidos, hacer ver a
los invisibles, valorar a los ninguneados? ¿Qué se debe entender por autores no canónicos, transgresores,
innovadores, polémicos, de cualquier tiempo y escasamente trabajados,
cuando existen en el canon más o menos tácito que nos rige autores
transgresores, innovadores y polémicos?
Yo tengo un canon de infrecuentes, una lista más o menos
larga que compite (no cabe ninguna duda) con una infinidad de listas llenas de
nombres que no descartan coincidencias. Precisamente las coincidencias
(cantidad) son muchas veces factores destacados en estas selecciones. Se
aprecian habitualmente hit parades
que mueven a la compra y al juicio sumario. Se puede tratar también de gustos
muy personales (y aun secretos) sin deseo manifiesto de hacerlos públicos.
Puedo decir que tal autor es un injustificado infrecuente y aducir razones de
peso (eso sería un trabajo filológico loable), pero aun así esa inclusión sería
improbable porque, entre otras cosas, el canon no es algo que una persona (ni
un gran crítico, si es el caso) modifique, ampliando o restringiendo su volumen
como si se tratara de un nombre más de una colección cualquiera.
Hay que entender que los infrecuentes lo son en la biblioteca
particular y en la pública, pero es necesario también verlos como fenómenos
aislados que muchas veces no tienen necesidad de ser propuestos a las inmensas
mayorías ni incluidos en los programas del bachillerato general. Muchas veces
no se hace visible un porqué. Yo hablo con mis amigos del entusiasmo surgido
ante tal o cual lectura, ante este o aquel autor, pero, más allá de mis gustos
personales, casi nunca encuentro motivos que me impulsen a proponerlo (ni mucho
menos imponerlo) en ningún ámbito de la realidad.
No está demás comprobar
que estos infrecuentes (no siempre
infrecuentes en las librerías) están vinculados a géneros y edades, a clases
sociales y problemas personales y todo esto hace de la infrecuencia un ovillo
de muchos hilos.
Definiría a los infrecuentes (los menos comunes que más
me interesan) como aquellos autores que están en un lugar especial de una
biblioteca personal y que son conocidos de pocos (sumados de uno en uno pueden
ser muchos) y ajenos a la enseñanza, las conferencias y los congresos. Y pienso
que pueden llegar lejos.
Pero el cambio de
estrato, el pasaje de uno a otro nivel, es también un misterio del que sin duda
saben mucho los filólogos que manejan lenguas y retórica.
5
La imposición no se
subsana con una imposición nueva. Tampoco es cuestión de mayorías. Escribir un
libro, ir contra las normas, hacer de la provocación un arma cultural está cada
vez más a mano. Valores, merecimientos y derechos que se debaten en las
tribunas venden porque interesan (en el doble sentido de la palabra) a un
público generalizado y por ello a menudo forman parte, expresa o veladamente,
de muchos spots publicitarios.
Un canon tan antiguo
(Virgilio imitaba a Homero) no resulta fácil (no es necesario tampoco) de
reemplazar ni es modificable con premura. No parece absurdo invertir el
planteamiento y buscar cómo asegurar el canon existente (entendiendo que
tenerlo es una forma de ponerse de acuerdo en lo básico), revisándolo desde
luego, dejándolo hablar con las nuevas corrientes o escuelas (si las hay y si
quieren hablar)[13].
Ampliarlo, en todo caso, exigiría un ejercicio mucho más interesante, sin duda.
Habría que exponer, por lo menos, razones de peso que justificaran la inclusión
mostrando parentescos y divergencias, analogías y antagonismos.
Se puede zarandear
cualquier literatura nacional y hacer que se desprenda de su totalidad alguna
parte o simple componente. Literatura nacional es un sintagma cuya
justificación estriba en cuestiones fundamentalmente geográficas, lo que
permite (no justifica), en ocasiones, el enfrentamiento por tal o cual escritor
que nació aquí y vivió allá o viceversa. Dejo de lado el caso de Gardel, que
todo el mundo sabe que es un mito disputado por razones heteróclitas, tal como
lo mandan los cánones.
Es de observar que, una
vez construida la nación, se hace imprescindible dotarla de valores culturales:
una tradición y un presente que la caracterice, avale, a ser posible[14].
Una biblioteca es fundamental para estos fines. Y si no la hay, se la inventa.
Es imprescindible. La labor se inicia desde un lugar concreto pero vacío, y que
es urgente llenar y ordenar: hay que valorar, hacer listas, urgentes
canonizaciones. Tampoco resulta difícil poner en tela de juicio cualquier
literatura nacional.
Será la filología, la
cultura, las lecturas sesudas y de alto calado y no el periódico ni el vasto
público (escasamente dado a la lectura) quienes propongan las modificaciones
del canon o la creación de otro nuevo, único o paralelo.
Las nuevas pesquisas no
deberán ser apenas una muestra de disparidades, una banda ancha por la que
discurran buenamente orientaciones antagónicas que den pie a la incoherencia
anunciada por Real de Azúa.
Debo definir la
biblioteca pública no como el lugar aquel gratuito y general en donde el pobre
se encontraba con las letras, con la cultura democrática, sino como metáfora
ética y moral de una comunidad que pretende ilustrar, educar y mantener ideas y
valores que representan, de alguna manera, el carácter de la misma. Un sitio de
reencuentro y constante (re)definición, un lugar que espera ansiadas
(re)lecturas.
Refiriéndose al tema
colindante de los maestros, escribe George Steiner[15]:
Académicos,
críticos culturales e historiadores han aullado como lobos, esperando
popularidad o perdón. Florece el masoquismo penitencial. Son los profesores (y
sus asustados decanos) los que han quebrantado el “juramento hipocrático” de
buscar la verdad, de proponerse lograr claridad en sus juicios, de arriesgarse
a la impopularidad /…/ Las consecuencias ―que llegan hasta la banalización de
los programas de estudio, del proceso de examen, de los nombramientos para
puestos en los colleges y
universidades, de la publicación seria y la financiación― han sido dañinas.
Actualmente en las humanidades hay una excesiva programación de cursos que debe
su carácter fantasmal al recuerdo de lo ya que no se enseña, de la proscripción
de cuestiones tabú.
Si las reflexiones de
este pensador merecen ser tomadas en cuenta, hay que advertir el peligro que
entraña ampliar el canon sin argumentaciones de fuste, siguiendo la afiebrada
velocidad de las redes sociales y la descalificación sistemática de lo
impuesto, olvidando que ciertas imposiciones están marcadas no por la fuerza
física, sino por un designio más fuerte que la razón: la justificación de la
existencia de instituciones académicas longevas y de la educación humanística.
BIBLIOGRAFÍA
BARTHES,
Roland. El imperio de los signos. Madrid, Mondadori, 1991.
BLOOM,
Harold. El canon occidental. Barcelona,
Anagrama, 2006
BORGES, Jorge L. Obras Completas. Vol. II.
Barcelona, Emecé, 1989.
BOURDIEU,
Pierre. Sobre la televisión. Barcelona, Anagrama, 1997.
FEYERABEND,
Paul. La conquista de la abundancia. Barcelona, Paidos, 2000.
FOUCAULT,
Michel. Las palabras y las cosas. Barcelona, Planeta-DeAgostini, 1984.
FUMAROLI,
Marc. Las abejas y las arañas. Barcelona, Acantilado, 2008.
LEVRERO,
Mario. La máquina de pensar en Gladys. Montevideo, Irrupciones, 2011.
PAZ,
Octavio. El signo y el garabato. Barcelona, Seix Barral, 1991.
REAL
DE AZÚA, Carlos. Ambiente espiritual del
novecientos. In El 900 y el modernismo en la literatura uruguaya. Montevideo,
FCU, 1973.
SÁNCHEZ
FERLOSIO, R. El alma y la vergüenza. Barcelona, Destino, 2000.
SAVATER,
Fernando. Panfleto contra el Todo. Madrid, Alianza, 1985.
STEINER,
George. Lecciones de
los maestros.
Madrid, Siruela, 2003.
[1]
J. L. Borges. Obras Completas. Vol.
II. Barcelona, Emecé, 1989, pp. 84-7.
[2] José Ortega y Gasset, Obras
completas 1, Madrid, Alianza, 1993, p. 522.
[3] El canon occidental,
Barcelona, Anagrama, 2006.
[4] Se tiende a pensar en la
desaparición total de aquellos sistemas u organismos que prohibieron o quemaron
libros, pero pueden observarse, sin embargo, en estos días manifestaciones más
o menos representativas y totalitarias sobre cuestiones culturales que ponen en
entredicho la independencia del cualquier canon cuando las posturas políticas
resultan rígidas e insuficientes. Propongo la lectura de dos artículos de El
País español para asomarse al asunto:
[5] Marco la inclusión de
Freud en el canon, en estos tiempos en que ya no es moda (él, su psicoanálisis);
parece un corolario sorprendente a ciertas ideas borgeanas. También puede
llamar la atención la presencia de Montaigne o la del Dr. Johnson.
[6] Este es otro tema de
Borges, nada ajeno a la imposible tarea de Balzac de meter toda la historia de
la Francia de su tiempo en su Comedia
humana.
[7] Curiosamente no entra el
francés en el estricto canon de Bloom.
[8] BOURDIEU, Pierre. Sobre
la televisión. Barcelona, Anagrama, 1997, p. 36.
[9] Op.,
cit., p. 40.
[10] BARTHES,
Roland. El imperio de los signos. Madrid, Mondadori, 1991. pp. 93-4.
[11] Op. cit., p. 100.
[12] También en el de Bloom,
por cierto.
[13] Este diálogo (o discusión)
es antiguo, está tratado por Marc Fumaroli en Las abejas y las arañas.
Barcelona, Acantilado, 2008.
[14] En esto disiento con Wilde
y digo que la literatura sirve para algo, aunque ese algo sea una básica
finalidad institucional (económica, en el fondo) que justifica la existencia de
entidades como el Instituto Cervantes, el Dante o el Goethe, instituciones que
pueden entenderse también como manifestaciones
imperialistas.
[15] STEINER, G.
Lecciones
de los maestros. Madrid, Siruela, 2003, pp. 137-8.
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