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El mundo es ancho y obseno

Revisión crítica de El canto de los alacranes, de Juan Introini


Autor: Juan Carlos Albarado



Introducción

Las manías, los cementerios, las playas, la arena, los ojos, los laberintos, el espectáculo, los nombres son algunos de los motivos recurrentes en la narrativa de Juan Introini.[1] Motivos que aparecen en ocasiones con mínimas variantes a lo largo de sus cinco libros y de sus cuarenta y dos  relatos, y que inducen a descubrir en su producción narrativa un tema que los sintetiza: la obscenidad.
Umberto Eco, en su Historia de la fealdad, señala que la obscenidad es lo opuesto al pudor como expresión de la incomodidad «de exhibir y referirse a ciertas partes del cuerpo y a ciertas actividades.» (2011:131) Es muy fácil pensar a qué partes del cuerpo hacemos referencia, tratándose de un hombre una, o dos, (si pensamos en los genitales y las nalgas) y en la mujer dos (las nalgas en nuestra cultura occidental han sido “despudorizadas” con una actual tendencia hacia la despudorización de los senos). También es sencillo pensar cuáles son las actividades vergonzantes, reconociendo la primacía absoluta del acto sexual y sus adyacentes. Es posible también, siguiendo a Eco, observar que «en las culturas en que domina un fuerte sentido del pudor se manifiesta el gusto por su violación a través de la obscenidad»[2] (ibidem.). Aunque, pensado desde la literatura, podemos vislumbrar también una especie de contrarréplica que evidencie ya el dominio de lo obsceno por sobre cualquier tipo de pudor.
Así es el mundo en el que se mueven los personajes de este escritor. Todo gira en torno a esto, las historias, los personajes, incluso las tramas son obscenas a su modo, un atentado a lo fácil o lo sencillo. Introini descarta tácitamente cualquier lector que no esté dispuesto a sufrir, en múltiples niveles, su obra, y es en ese sufrimiento que enfrentamos, en términos de Jhon Dewey (1980: 41 y ss.) una verdadera experiencia estética. Podríamos hablar de malditismo en su rareza y hacerlo partícipe de una corriente uruguaya que se proyecta, según Ángel Rama (1966), desde Isidore Lucien Ducasse, pero que el propio Introini retrotrae hasta a aquel poeta institución que fue Acuña de Figueroa, sin olvidarse, desde luego, de Zorrilla de San Martín o de Rodó, cuestionándolos: «no eres el Poeta de la patria y nunca lo serás; ni el Himno, ni tus odas serviles, ni las toneladas de versos huecos han valido para justificarte. ¡Atrás!», en “La tumba” (INTROINI: 2002 17); remedándolos: «No sé cuánto había copiado del poema. […] “Siempre me conmovió la suerte de los charrúas –fue su respuesta rápida–…”», en “Juntapapeles” (1989: 14); o parodiándolos: «Ariel hace una entrada espectacular: deslizándose sobre patines, calza flamantes zapatillas ADIDAS y viste un traje deportivo NIKE blanco plagado de logos y grifas», en “Enmascarado” (2007: 55-91). Podríamos verlo, entonces, como un narrador maldito, por sus temas, también porque su narrativa, elusiva, compleja, estará destinada a un número reducido de lectores, y, en última instancia, porque su concepción del mundo no es para nada obsecuente.

Canto I: Fuerza centrífuga

Seguiré una estrategia que podríamos denominar centrífuga para aproximarme a su obra. A partir del análisis de un libro, o de algunos relatos de un libro, iré irradiando o contactando con ideas de otros como si aquel primero fuese un centro desde donde se llega a una multiplicidad de mundos. Podemos decir que El canto de los alacranes (2013) puede ser entendido, en este sentido, como posible núcleo semántico. Por ser su último libro sería fácil argüir que es una obra cúlmine, que resume sus tópicos así como su estilo, pero en realidad va mucho más allá, parece ser la proyección de algo que él instauró desde sus libros anteriores, incluso desde “Juntapapeles”,  relato que encabeza su primer opus, El intruso (1989). Al igual que en La tumba (2002), en El canto de los alacranes se entrevé una trama novelística trabajada a partir de temas y personajes recurrentes así como de saltos en el tiempo y una constante variación de narradores que aportan luz sobre una única y elusiva historia, es por esto que podemos entender al menos estos dos libros como novelas.[3] En La tumba la trama es más elaborada y compleja que las de sus libros anteriores, allí todas las partes funcionan como engranajes sutiles e irónicos a la vez que muestran nuestra condición de ciudadanos libres en un pueblo soberano forjado en base a la esclavitud y el servilismo, tal el caso de los denominados “Fragmentos del cuaderno marrón”. En esta novela que nos ocupa, el ámbito se reduce a un pueblo en las cercanías de un balneario donde interactúan personajes de diferentes procedencias y clases sociales, sin mostrar grandes cambios a la hora de enfrentarse a su condición humana, pues tanto un arquitecto o un ingeniero como las mujeres o los peones que realizan cualquier tipo de trabajo, demuestran padecer las mismas debilidades, el rencor, la envidia, la codicia y, en forma muy evidente, la lujuria: «Amalia me muestra su colección de frascos. Si bien es gordita, pecosa y de sonrisa aniñada, observo que tiene un par de tetas jugosas que se insinúan tentadoras.» (2013: 15). Esta cita, del relato “Dunas” es solo una muestra de ese constante devenir que encierra a los personajes de Introini en un mundo de observación, de voyeurismo podría decirse, si bien con escasa participación en él, quedándose en los bordes oscuros que facilitan el anonimato pero no permiten nunca un ascenso a otra condición más noble. Poniendo de manifiesto una cosmovisión cristiana y su moral, en una lucha que la acerca y la repele a la vez.
Podríamos decir, además, que este ambiente de playa que enmarca la novela, frecuente en más de uno de sus libros, dialoga con otros presentados en la diégesis de forma tan solitaria o sombría como aquel. Nos encontraremos asimismo con cementerios, una ciudad de Montevideo absolutamente sucia y degradada, privilegiando el hábito ya casi desaparecido de los cafés, espacios típicos donde los personajes interactúan generalmente a partir de sus miserias.


Canto II: Juguemos en el bosque

 El canto de los alacranes (2013) supone una ratificación de los postulados narrativos de Introini: la historia elusiva, los finales abiertos, los personajes recurrentes, la constante presencia de la muerte y los rituales que la sugieren, los saltos espacio-temporales, el ambiente onírico en el que se ingresa, por ejemplo, desde el primer relato “Dunas” aunque proyectado desde “El coleccionista”, en La llave de plata (1995). Y se propone, además, un lenguaje más desinhibido, más explícito en cuanto a que demuestra una mayor intromisión del narrador en la psicología e idiosincrasia de sus personajes, construyéndolos de forma más compleja. Hay un vuelco en el estilo y, a diferencia de sus primeras producciones, se torna más coloquial, menos “literario”. Se llega rotundamente a esa apariencia de verdad que exige la literatura y lo que se pretende aparentar es el carácter impúdico de las relaciones humanas que, en ocasiones, llega hasta lo escabroso.

    El calor apretaba fuerte en esas primeras horas de la tarde, cuando nos deslizamos hasta la cabaña y ocupamos nuestros lugares con el mayor sigilo. Puse el ojo con esa especie de regocijo culposo que uno siente al espiar y me encontré con la señora Amalia, envuelta en una bata amarilla, sentada frente a un caballete pintando grandes flores azules sobre una tela blanca. Estaba rodeada de espejos y de grandes jarrones con flores. Mientras yo observaba la escena, un rayo de sol rebotó contra uno de los espejos y entonces la mujer dejó de pintar, se puso de pie y dejó caer la bata. Estaba desnuda y con la visión de aquellas carnes en sazón, sobre todo las grandes tetas jugosas, sentí que se me entraba a parar. Pero ahí recién empezaba el asunto [...] (Introini, 2013: 28)

El fragmento del pertenece al relato “Juegos en el jardín”, incluido en la novela. A lo largo de la misma se manifiesta una pugna constante entre el arquitecto y el ingeniero en relación a tres mujeres, en las que se refleja un pasado en común donde aquellos disputaban el amor de una joven apenas mencionada, Nahir. En el presente del relato, los personajes naufragan constantemente frente a ese rito, ese simulacro que los vuelve a enfrentar a partir del amor, un amor representado, menos puro, más carnal, e impúdico, indiferente y equívoco como los nombres de las que ahora lo encarnan, Amalia y Amelia:[4]

    Más tarde, el Ingeniero y las mujeres se metieron entre los árboles mientras yo seguía bebiendo con la anciana. Se oían carreras, risas y sofocones como de gente que está jugando a las escondidas o algo parecido. Por fin Amalia volvió con los cachetes enrojecidos y las ropas desarregladas y atrás aparecieron el Ingeniero y la otra mujer con trazas de haber estado revolcándose. (Introini, 2013: 27)

Estas insinuaciones de abierta y desenfadada sexualidad se continúan a lo largo de toda la obra y no hacen más que oponerse a aquel primer amor idílico por Nahir, más inocente y sensual que, paradójicamente, los separó. En lugar de una evolución, Introini muestra la retracción hacia formas más degradadas de la conducta humana en un ambiente que dista mucho de ser idílico. Aunque se pretenda representar, como puede observarse tras el diálogo que mantiene el Ingeniero con Almada; un infeliz contratado para registrar, sin cuestionar ni intervenir, esos juegos entre aquel y las mujeres:

    —Usted se preguntará para qué necesito yo los servicios de su cámara teniendo todo esto. Sin embargo, usted para mí resulta esencial, no por su pobre cámara sino por usted mismo. Verá –dijo mientas se humedecía los labios con la punta de la lengua– todo aquí es virtual como también allá afuera, lo único que no es virtual es usted porque, y disculpe, en su ignorancia, usted se aferra a su materialidad, a sus engranajes de carne, cartílagos y huesos, usted se agarra con uñas y dientes a la materia de que está hecha esta ficción… (Introini, 2013: 24)

Es fundamental el pedido a Almada de no intervención o cuestionamiento, pues Introini discute así no solo el estatuto de lo humano sino la realidad misma que no  pertenece más que a los ignorantes, pues aquellos que pueden ver más allá han visto la falsedad, la virtualidad del mundo en el que se mueven, lo inútil de lo material frente a esa ficción que se despliega como placebo de esa miseria de los indiferentes para beneficio de los poderosos. Es allí, en ese mundo virtual, donde puede converger lo extraño o lo raro sin aspavientos, sin asombros, tal el caso del personaje La Tumba que, en su casa del Cementerio Norte, no solo reproduce a escala el Cementerio Central sino que puede evocar a aquellos que “lo habitan”. Todo se vuelve una especie de laberinto y, lo que es peor, se sugiere la idea de laberintos dentro de laberintos lo que torna insondable esa realidad muy aparente en la que se mueven los protagonistas. Evidente contacto que vincula a nuestro autor con el argentino Jorge Luis Borges y abre nuevos caminos de interpretación a seguir.


Canto III: Lo obsceno

Jugando con la idea de un centro y su periferia conectada a él, podríamos tomar el relato “La red” como un punto de irradiación semántica.[5] Amén de lo sugerente del título, el relato presenta, a través de una trama policial muy usual en Introini, una serie de intrigas puestas en evidencia, no resueltas, pero manifiestas a través del diálogo de dos personajes que dejan en claro lo inútil que puede resultar la búsqueda de verdades, así como el neto predominio de lo ficcional, lo inasible, lo sólido, en términos de Berman (1982), desvanecido no ya en el aire sino en lo virtual o, por qué no, en el espectáculo, ahora, en términos de Debord (1967). Esta trama había sido manejada ya en el relato “La llave de plata”, del libro homónimo (1995), donde un contador público debe llevar los números de una Corporación; esos números los obtiene sin criterio alguno y, cuando se atreve a negarse, la Ciega lo lleva a un lugar de claro ambiente kafkiano donde dictan números hasta que él simplemente reconoce el suyo. Pero “La red” no es solo la metáfora del conflicto que vive el ser humano atrapado en ese sinnúmero de obligaciones vacuas de la modernidad, es también la ancestral dicotomía entre bien y mal que hace del hombre su peor enemigo: “– Es un enemigo implacable, como es necesario serlo en un juego que involucra la vida y la muerte. Nuestro tablero es ahora el infinito mundo virtual, mucho más rico y complejo que el mundo que usted llamaría real”. Los personajes de Introini siempre están en conflicto, pocas veces consigo mismos, generalmente es el exterior, los demás, quienes provocan ese constante enfrentamiento de mundos. La idea de Sartre, “El infierno son los otros” (1992: 55), es sin duda materialista y un poco egoísta, pero también implica cierta negación del cristianismo. Esos “enemigo[s] implacable[s]” de la cita son nada menos que dos personajes demasiado similares entre sí, incluso con una historia en común, el ingeniero y el arquitecto ya referidos, al punto que terminan confundiéndose, como si fueran uno. Estas con/fusiones son usuales en su narrativa, tanto desde la apropiación de la identidad del otro, tal el relato “Juntapapeles” que abre su primer libro, El intruso, como desde la disociación del nombre puesto que podemos detallar también una obsesión o deliberado juego de Introini con los mismos; continuamente presenta variantes de los de sus personajes, o pretende, a través de sus narradores, nunca tener certeza de ellos, así, un único co-protagonista, en “El intruso”, es referido  como “Gardini”, “Gandili”, “Gambini”, “Galdini”, “Gasdini” o “Gandini” a lo largo de una misma historia (1989: 89-90-91-92-94-95), esto puede, como expresa Jorge Olivera (2010: 149), señalar «el anonimato del intruso», ese poeta que, entre sus excentricidades, cuenta haberse enamorado de una gaviota. En realidad el problema va más allá de anonimato, pues esa constante confusión puede leerse como un cuestionamiento a la palabra, o, por qué no, a la arbitrariedad del signo; obscenidades lingüísticas, si las hay.
La obscenidad en los relatos de Introini se manifiesta muchas veces como un juego, como aquello que no tiene demasiada importancia, aunque esto no sea así. Es emblemático, en este sentido, el relato “Juegos en el jardín” donde, el ingeniero, contrata al protagonista (luego sabremos que es Almada, el loco Almada que al final se encuentra atrapado en el laberinto, rodeado de alacranes), para filmar escenas eróticas que rotularán: ‘Pastoral’, ‘Pandótico’, ‘En el laberinto’. Es, en este juego, en el que el protagonista del relato queda atrapado en el laberinto al cual deseará fervientemente volver. El laberinto real, el del jardín de “la casa de las locas”, en “Juegos en el jardín” (2013: 21), se transforma rápidamente en algo más extenso y abstracto, el laberinto es el mundo, Borges mediante, pero también es la red virtual que conforma ahora ese otro mundo, más complejo e inabarcable y por ende de mayor incertidumbre, dominado por presentadoras de bellezas inalcanzables que no pretenden más que vender las imágenes de ese mundo otro al que no le interesa un ápice el concepto de verdad como podemos observar en el relato “Viviana”:

    —No te preocupes por la verdad, la verdad la hacemos nosotras, allí está la verdad —y señaló hacia la gran pantalla del televisor encendido en una esquina del salón.
    Gálvez contempló la pantalla. Dos mujeres semidesnudas trepaban enfrentadas por un gran falo bañado en una especie de pasta achocolatada y luchaban por superarse valiéndose de todos los medios posibles: se pateaban, se arañaban, se mordían manos y pelos, se tiraban a los ojos pedazos de aquella pasta que se iba ablandando, alentadas de continuo por la voz de un animador que se desgañitaba micrófono en mano, mientras hacía toda suerte de gestos obscenos hacia una platea que aullaba en el colmo del paroxismo al tiempo que exigía que las mujeres se despedazaran. Encima del gran falo, una plataforma giratoria de acrílico resplandecía con el tan codiciado trofeo: una gran pantalla plasma de 89 pulgadas rodeada de ipods, celulares, equipos estereofónicos y el último modelo de vibrador “garantido para el placer de cualquier vagina”, como no se cansaba de vociferar el animador. (2013: 71)

La importancia de la idea justifica la extensión de la cita. En ella se patentiza, aunque mediatizada, la desaparición de cualquier tipo de límites morales de la sociedad y la poca importancia que tiene ir en busca de “la verdad” (o el peligro de esto, si recordamos el ominoso final de “La llave de plata”). El moralismo aquí es evidente, resulta tentador decir que Introini era, de alguna manera, un moralista. Además, se evidencia que detrás de un mundo “real”, en este caso el de Viviana intentando convencer a Gálvez de venderle la historia, que es, en realidad, la novela que leemos, aparecen siempre al menos dos mundos más, el caso paradigmático es el del relato “La tumba”, donde junto con el mencionado plano del Cementerio Central que guarda el personaje La tumba hay una reproducción a escala de este en su jardín y, a su vez, un hueco por donde se establece una comunicación con otro mundo, el de los muertos. Similar situación se da en El canto de los alacranes, conjuntamente con el laberinto en el jardín y la representación de escenas del pasado, todo está adornado con elementos, o deshechos, de la tecnología: «las mujeres no se ponían de acuerdo y venía una y me decía que había que poner las carcasas ciegas de los televisores en primer plano para sugerir la incomunicación», así, en “El rodaje” (2013: 79) se hace explícito ese telón de fondo que es lo mediático con sus monstruosas trivialidades que dejan al mismo nivel un chiste y una muerte, la del propio Gálvez, aquel que pretendió no bucear cómodamente sobre la superficie sino saber un poco más «quebrar la costra, perforar la corteza y asomarse al magma siempre hirviente y en perpetua ebullición desde donde surgen las amenazantes fuentes de la vida», “La tumba” (2002: 9).
El tono en la obra de este autor, en general, es pesimista. El mundo está cubierto por esa pátina de trivialidades que solo se puede cuestionar pero no transformar, aunque quizás es viable percibir un cierto optimismo no en la posibilidad del cambio sino en el acto del cuestionamiento, en el intento de conocer la verdad, en ese viaje de la razón que realizan los hombre de genio y que, en ocasiones, comparten con la humanidad a través de la literatura; el caso paradigmático es Dante. Introini propone un viaje, a su manera, para aquel que se atreva a cuestionarlo, a bucear en sus mundos donde lo obsceno supone una capa que cubre todas las relaciones humanas otorgándoles un carácter absurdo, en ocasiones burlesco, pero también fatal, no tanto para los que se mueven atrapados en esa red espectacular de papeles, citas célebres (“Juntapapeles”), literatura y arte snob (“El intruso”) o televisores, ipods y “merca” (“El rodaje”), sino para aquellos que osan preguntarse al menos por el origen de tal sordidez. Viaje por demás placentero para los lectores perseverantes y críticos de un autor que no dice a dónde llevan sus puertas pero muestra un posible camino, una salida para avanzar despacio y erguidos a través de esa, su literatura, que puede empuñarse como una llave de plata.




BIBLIOGRAFÍA

BERMAN, Marshall. (2011 [1ª Ed. en inglés 1982]), Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. México DF: Siglo XXI editores.
BRANDO, Óscar. (2014) “Genio y figura: la narrativa de Juan Introini” en formato CD, Asociación de Profesores de Literatura del Uruguay, VIII Congreso Literaturas infernales: Montevideo.
DEBORD, Guy. (2008 [1ª Ed. en francés 1967]) La sociedad del espectáculo. Buenos Aires: La marca editora.
DEWEY, John. (2008 [1ª Ed. en inglés 1980)] La experiencia estética. Barcelona: Paidós.
ECO, Umberto. (2011[1ª Edición en italiano 2007]) Historia de la fealdad. Random House Mondadori: Barcelona.
INTROINI, Juan. (1989) El intruso. Montevideo: Imprenta Rosgar S.A.
___________. (1995) La llave de plata. Montevideo: Proyección.
___________. (2002) La tumba. Montevideo: Ediciones del Caballo Perdido. Prólogo de Alfredo Fressia.
___________. (2007) Enmascarado. Montevideo: Ediciones del Caballo Perdido.
___________. (2013) El canto de los alacranes. Montevideo: Yaugurú.
OLIVERA, Jorge. (2010) “Una narrativa del desborde: los cuentos de Juan Introini”. Chaiers de LI.RI.CO [En línea], 5 |, Puesto en línea el 01 de julio 2012, consultado el 12 de octubre de 2012. URL: http://lirico.revues.org/407
RAMA, Ángel. (1966) “Prólogo” a Aquí, cien años de raros. Montevideo: Arca.
ROCCA, Pablo. (2013) Homenaje del Consejo de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación al Prof. Juan Introini– Sesión del Consejo de Facultad correspondiente al miércoles 17 de julio de 2013. (Exp. S/N) – Consultado el día 8 de setiembre de 2014. http://www.fhuce.edu.uy/index.php/noticias/3037-homenaje-al-profesor-juan-introini
SARTRE, Jean Paul. (1992 [1a Edición en francés 1954]) A puerta cerrada. Losada: Buenos Aires. Traducción de Aurora Bernárdez



[1] Juan José Introini Abal pasó a ocupar, el 8 de noviembre de 2011, el sillón “Javier de Viana”, de la Academia Nacional de Letras del Uruguay. Antes, había dirigido el Departamento de Filología Clásica y coordinado el Instituto de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. En 1971 se había licenciado en Letras por esta misma Facultad y en 1977 concluyó su Profesorado de Literatura en el Instituto de Profesores “Artigas”. Además de ensayos sobre literatura clásica y traducciones del latín dejó cinco volúmenes de cuentos que podrían adscribirse a lo que desde Rama (vía Rubén Darío), 1965, se denomina “Raros”. Se jubiló de su cargo en la Facultad de Humanidades en el año 2012. Había nacido el 13 de febrero de 1948 y falleció el día 6 de julio de 2013.
[2] En cursiva en el original.
                [3] El Prof. Dr. Pablo Rocca en su alocución en “Homenaje al Profesor Juan Introini”, hace explícita referencia a La tumba como una novela corta (2013)
                        [4] A propósito de estos nombres, Óscar Brando plantea que “predomina la A y el juego de marosianas figuras femeninas que afectan el clima con jardines y compotas” (2014: 6)
                [5]  El juego es esencial para entender a Introini, no hay que entrar a él como se entraría a una clase, sino a un territorio otro, más desinhibido, más incierto, pero a su vez más libre.

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